extenderse mucho. En un sitio vimos que los leñadores habían estado trabajando el sábado; en un claro

había troncos aserrados formando pilas, así como también una sierra con su máquina de vapor. No muy

lejos se veía una choza improvisada.

No soplaba viento aquella mañana y reinaba un silencio extraordinario. Hasta los pájaros callaban, y

nosotros, al avanzar, hablábamos en voz muy baja, mirando a cada momento sobre nuestros hombros. Una

o dos veces nos detuvimos para escuchar.

Al cabo de un tiempo nos acercamos al camino y oímos ruido de cascos. Vimos entonces por entre

los árboles a tres soldados de caballería que cabalgaban lentamente hacia Woking. Los llamamos y se

detuvieron para esperarnos. Eran un teniente y dos reclutas del octavo de húsares, que llevaban un

heliógrafo.

—Son ustedes los primeros hombres que vemos por aquí esta mañana —expresó el teniente—. ¿Qué

pasa?

Su voz y su expresión denotaban entusiasmo. Los dos soldados miraban con curiosidad. El artillero

saltó al camino y se cuadró militarmente.

—Anoche quedó destruido nuestro cañón, señor. Yo me estuve ocultando y ahora iba en busca de mi

batería. Creo que avistará a los marcianos a media milla de aquí.

—¿Qué aspecto tienen? —inquirió el teniente.

—Son gigantes con armaduras, señor. Miden treinta metros; tienen tres patas y un cuerpo como de

aluminio, con una gran cabeza cubierta por una especie de capuchón.

—¡Vamos, vamos! —exclamó el oficial—. ¡Qué tontería!

—Ya verá usted, señor. Llevan una caja que dispara fuego y mata a todo el mundo.

—¿Un arma de fuego?

—No, señor —repuso el artillero, y describió vívidamente el rayo calórico.

El teniente le interrumpió en mitad de su explicación y me dirigió una mirada. Yo me hallaba todavía

a un costado del camino.

—¿Lo vio usted? —me preguntó el oficial.

—Es la verdad —contesté.

—Bien, supongo que también tendré que verlo yo —volvióse hacia el artillero—: Nosotros tenemos

orden de hacer salir a la gente de sus casas. Siga usted su camino y preséntese al brigadier general

Marvin. Dígale a él todo lo que sabe. Está en Weybridge. ¿Conoce el camino?

—Lo conozco yo —intervine. Él volvió de nuevo su caballo hacia el sur.

—¿Media milla dijo? —preguntó.

—Más o menos —le indiqué hacia el sur con la mano.

Él me dio las gracias, partió con sus soldados y no volvimos a verlos más.

Algo más adelante nos encontramos en el camino con un grupo de tres mujeres y dos niños, que

estaban desocupando una casucha. Habíanse provisto de un carrito de mano y lo cargaban con toda clase

(TERMINADA)La Guerra de los Mundos__H.G  WellsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora