Elderan, príncipe de Leyva

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Una brisa alborotaba mis rizos de obsidiana mientras leía con atención el pergamino.

Observé con reproche al viento, cargado de sensaciones ajenas, que me distraía de aquello que me traía entre manos y  éste, como respuesta a mi mirada, ululó divertido con énfasis natural.

Me levanté despacio, apoyando mi mando en el tronco que me servía de respaldo y casi me doy de bruces con una criatura diminuta, de alas incansables y vocecilla estridente.

-Glurg te está buscando -dijo enojada-.Llevo todo el día detrás de ti. ¿Se puede saber dónde te metes? -me señaló con su pequeño índice y frunció las cejas, gesto apenas visible, demostrando así su enfado.

-He estado aquí todo el tiempo -respondí con parsimonia-. Si no sale de ti misma venir al lago cuando no me encuentras no me eches a mí la culpa -le resté importancia al hecho con un giro elegante de la mano-. Sabes que siempre vengo a la ribera a pensar.

-Pensar -escupió con desprecio-. En vez de intentar amueblar tanto tu cabeza ve a arreglarte para ver a Su Majestad.

-Su Majestad puede esperar. -Ahora me toca a mí levantar una ceja, sólo una, y observarla con desconfianza-. ¿A qué viene tanta ceremonia? Hace un segundo era Glurg y ahora es "Su Majestad".

-Creo que no es malo recordártelo de vez en cuando -me espetó, subiendo la voz una octava, con lo que se hizo casi inaudible-. Vete de una vez.

Volvió su brazo extendido con fuerza hacia la dirección por la que acababa de aparecer. Suspiré contrariado y me dirigí al castillo.

Mi único deseo era ser un erudito . Tener mi propia biblioteca, atestada de libros en pergamino y códice, incluso papiro, una mesa y una silla para poder estudiar y, quizá, una chimenea para calentarme en los fríos y húmedos inviernos del bosque de Leyva.

Pero mi mala fortuna hizo que naciera príncipe.

Mi madre controlaba el bosque entero con su poder benéfico. Tal era su sabiduría y buen hacer que los habitantes de este sitio que llamamos hogar la honraron como reina.

Pasó mucho tiempo. Años, siglos... y Su Majestad se encargó de regir el bosque con amor y firmeza.

Todo el pueblo estaba contento pues no podían imaginar mejor criatura de poder que la reina Ylenia.

He de admitir que era hermosa, cosa que no era difícil dada su naturaleza real, pues su aspecto y salud se definían por cómo cuidaba de aquello que le había sido encomendado y esto era algo que hacía con gran éxito.

Estaba poblada con los colores del otoño, con su pelo rojo y su piel aceitunada. Tenía los ojos gris azulado, al igual que el lago que tanto adoro. Su voz era como el sonido del viento si estaba triste, como el canto de los pájaros si estaba alegre, como el trueno si se enojaba. Y su andar recordaba a las hojas arrastrándose por el bosque casi amorosamente.

Cada vez que pienso en ella, un aroma similar al musgo húmedo calentado por el sol invade mis recuerdos y una ternura infinita mi corazón.

Recuerdo cómo salíamos a pasear y me enseñaba la naturaleza en estado puro. Cómo bebíamos el rocío y merendábamos dulces frutos caídos del árbol. Con una sonrisa y una caricia me hacía olvidar todas mis dudas, todos mis problemas.

Y entonces llegó él.

Era apuesto en aquel entonces.

Ylenia dijo que era mi tío, hermano de aquel que me engendró en su cuerpo para luego desaparecer sin dejar rastro.

Tenía unos hermosos rizos negros, al igual que mi padre, al igual que yo. Aunque ahí terminaba el parecido. Sus labios eran gruesos, llenos, demasiado para mi gusto, y sus ojos de color esmeralda vivo, brillantes. Yo, sin embargo, los tengo igual que mi padre, o eso decía Ylenia, de color dorado como los lobos que migran cada año a través de este territorio.

Se llamaba Golarun, hermoso nombre para tan pérfido personaje.

Fue introduciéndose en nuestra vida hasta que, poco a poco, consiguió que la reina que tanto bien había hecho se deteriorara hasta el punto de que su pelo se volvió del color del barro, sus ojos gris oscuro como las nubes de tormenta y su tez amarillenta como el pergamino antiguo. Se marchitó como una flor en invierno y en el verano siguiente no pudo recuperar su lozanía. Sucumbió, al mismo tiempo que el reino.

Y Golarun se hizo cargo pues yo aún era muy joven para ello.

Y sus rizos dejaron de ser negros como la noche para ser blancos y ralos. Sus ojos dejaron de ser verdes como las hojas y pasaron a ser rojos como la sangre. Pero él no sucumbió al igual que mi madre. No, él no había puesto su corazón en el bosque y su alma retorcida se intrincó cada vez más y más hasta límites más allá del control de todo ser natural. Y su nombre se tornó en Glurg y era como un vómito en sí mismo.

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Elderan, príncipe de LeyvaWhere stories live. Discover now