―Tal vez un demonio.

―O tal vez nada. Y solo buscas excusas para ser alguien.

―Posiblemente.

―¿Qué debes de hacer?

―¿Qué debo de hacer?

―Debes hacer lo que hay que hacer, para hacer algo.

―Eso suena tonto y redundante.

―Lo es, porque de esa manera piensas.

―Tal vez ni siquiera pienso.

Tal vez.

Verónica le dio otro sorbo a su chocolate caliente. Ya era de tarde y hacía un poco de fresco, solo un poco. Esa era excusa suficiente para obtener un poco de calor con su chocolate. Ella estaba sola, cambiando los focos de su mirada de su taza a la mesa, de su taza a la mesa, de la mesa a la lámpara, de la lámpara a la silla de en frente.

La silla de en frente. «¿La que está vacía?» Sí, ella pensaba que estaba vacía, pero frente a ella estaba su madre.

―Verónica, ¿está bueno el chocolate?

Ella se concentró y pudo ver a su madre que le sonreía. Aunque ya tenía algo de arrugas se veía hermosa, y lo más importante: se veía feliz. Era como la Verónica de antes.

―Sí mamá, está delicioso ―le contestó.

Y no mentía, de verdad lo estaba disfrutando. Solo que no sabía el por qué veía esa silla vacía. «¿Lo estaba?»

«Lo sigue estando, porque estás sola»

¡CÁLLATE!

La madre de Verónica se quedó atónita, asustada y a la vez muy preocupada.

―Hija ―Se acercó a ella, e intentó tocarla―. ¿Qué tienes?

―¿Qué? Lo siento mamá. Estoy cansada... Me iré a dormir.

Verónica se levantó antes de que la tocara su madre y se metió al cuarto, le puso seguro y se quedó mirando al techo.

―¿Qué estoy haciendo?

―Sí que sabes lo que estás haciendo, Verónica.

―¡Que no lo sé!

―Deja de ser una niña... Deja de ser una niña... Deja de ser una niña...

Se quedó dormida mientras lloraba, escuchando el eco de esa voz. Se sentía patética, sentía que enloquecía. El estar perdiendo el control de sus emociones la entristecía, y es que ella nunca había sido de carácter fuerte. Por el contrario, era débil. La amabilidad infinita que tenía por el mundo la volvieron una presa fácil del sufrimiento en ciertas situaciones.

―Hola Verónica.

Era Ana quien le hablaba. Había entrado a su cuarto.

―¿Qué haces aquí? Estoy segura que cerré bien ―contestó Verónica.

―Tu mamá me abrió la puerta. Verás... No podía dejar de estar preocupada por ti así que vine.

―Ya no respetan la privacidad de las personas.

―Si quieres me voy. Solo quise intentar una vez más, invitarte a salir, como antes ―le dijo Ana, un poco insegura.

―Salimos mañana. Hoy ya quiero dormir

―Está bien.

Su amiga salió, y al hacerlo dejó la puerta abierta. En ese umbral no se podía ver más allá, como si la habitación de Verónica estuviera aislada del resto del universo. Solo había un negro infinito.

El nacimiento de VerónicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora