Prólogo: La Comunidad del Arcoíris

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 No se sabía cuándo habían surgido las tribus. O de dónde…

Eran especies aéreas que vivían en tierra. La mayoría había perdido la capacidad del vuelo, sin que nadie supiese explicar por qué. Su origen permanecía firmemente oculto tras un pasado que sólo unos pocos lograban recordar, manteniendo un estricto silencio al respecto. Algunas cosas era mejor ignorarlas…

Las civilizaciones habían hecho esporádicamente su aparición, en tiempos lejanos. Cada raza se fue consolidando, hasta adoptar su identidad actual. Algunos opinaban que habían migrado de montañas lejanas, en busca de nuevas tierras. Otros, los más osados, afirmaban que fueron creados en las alturas y que el viento los había transportado hasta su ubicación actual. Las hipótesis variaban de acuerdo a la imaginación del narrador.

Claro que esto pertenecía a la antigüedad. A una época anterior a la formación de la Comunidad. Donde las provincias se regían por sí solas, sin reconocer más autoridad que la propia.

El aumento de los nacimientos había sido progresivo. Sin embargo, llegó el día en que los recursos comenzaron a escasear. El delicado equilibrio en el que convivían comenzó a resquebrajarse. Los conflictos por los espacios habitables se volvieron frecuentes. Algunos avanzaron hacia el sur, para construir un nuevo hogar en los bosques cálidos. Pero su deforestación trajo aparejada prolongadas sequías, que empeoraron la situación. El agua disponible poco a poco se fue contaminando, debido a los deshechos de tantos seres, que no llegaban a degradarse con la necesaria rapidez. La renovación de agua potable que las lluvias traían consigo se hizo cada vez más esporádica… Los suelos, sobreexigidos en la producción, se fueron empobreciendo hasta transformarse en un árido desierto…

Con el hambre, llegaron las pestes. Y con ellas, la búsqueda de un culpable a quién neutralizar para poder recuperar la prosperidad.

Los clanes se hallaban a punto de alzarse en guerra unos contra otros, amenazando devastar la comarca entera. El vencedor, si es que lo había, gobernaría sobre las ruinas y lamentos de quienes lograsen sobrevivir.

Se planteó una opción desesperada, la última esperanza de salvación: nombrar un único jefe ante quien todas las castas jurasen obediencia. Su función sería estabilizar la situación presente y prever las necesidades futuras.

La sugerencia estuvo a punto de condenarlos para siempre. Cada líder se había autodenominado autoridad máxima.

Llegados al punto de no-retorno, una humilde voz propuso que el cargo fuese ocupado por alguien ajeno a los deseos de poder. Existía una pequeña comunidad en las montañas, habitada por seres pacíficos. Eran humanos, con lo cual no pertenecían a ningún bando combatiente. El puesto fue ofrecido a una mujer sabia llamada Lian, que nada tenía que perder o ganar. Dada la crisis extrema en que se hallaban, incluso los más renuentes debieron aceptar. Los jefes tribales mantuvieron su cargo, con la salvedad que de allí en más responderían ante la dogaresa en el acatamiento de las normas generales. La anciana por su parte, asumió el mandato en una ceremonia solemne, donde se comprometió a gobernar con justicia y equidad, en pos del beneficio común.

Existían otras ciudades humanas que no estaban relacionadas a Ahyani, la comunidad sagrada. Se los invitó a participar de la gran unificación, creyendo que la semilla de espiritualidad con que se regían los sabios era algo intrínseco de la raza.

La Comunidad del Arcoiris había sido fundada.

Entre las primeras medidas que se tomaron, se impuso la siembra de cultivos y el control de la natalidad. Se repartieron y racionaron estrictamente los alimentos disponibles, hasta el momento de la siega. La cosecha fue la más abundante de muchos años. Alcanzó no sólo para dar de comer a la Comunidad entera sino que, además, generó un excedente que fue almacenado con miras al mañana.

Conocedora del uso de hierbas medicinales, Lian supervisó a los enfermos, organizando grupos de asistencia. Las epidemias no tardaron en ser controladas y terminadas.

Bajo estos cuidados, la cooperación floreció en abundancia y ventura. Las ciudades que otrora fuesen enemigas ahora intercambiaban mercancías, beneficiándose mutuamente. Los tradicionales líderes supervisaban el trabajo de su gente, más al surgir desacuerdos entre las razas, se hizo costumbre que acudiesen a la dogaresa para que oficiase de mediadora.

Lamentablemente, nada dura para siempre. Las generaciones se transformaron en siglos y la paz que tanto les costase conseguir comenzó a tambalearse una vez más.

Hubo quienes culparon al viento del norte, por traer en sus alas el germen de una especie nueva… los wahires, la última raza en hacer su aparición. Había algo oscuro en su creación, una mezcla prohibida. Nadie los había visto aún pero sentían su presencia en el aire que los rodeaba…

No obstante, algunos pusieron en tela de juicio esa teoría. Los wahires ocultaban un secreto, sí, pero éste no necesariamente coincidía con la degradación de Arcoiris. Los verdaderos responsables pretendían desviar la atención y enturbiar la causa del problema: la instauración de un linaje de sangre.

Hasta ese entonces, los líderes provenían de Ahyani, según lo pactado desde la conformación de la Comunidad. Allí, los niños aprendían desde pequeños a conocer y respetar las leyes de la Naturaleza y sus misterios. Al crecer, eran sometidos a distintas pruebas que revelaban las dotes y capacidades de cada uno. Un comité se encargaba de seleccionar al futuro dogo de la Comunidad, evaluando su conocimiento, capacidad de comprensión y tolerancia frente a las distintas circunstancias de la vida.

 Sin embargo, el último dirigente legítimo había roto la tradición. Casado con una hermosa mujer del pueblo de Ruhimn, desdeñó cuanto aprendiera en su juventud para designar a su propio hijo como futuro gobernante.

Se suscitaron revueltas, las tribus no estaban dispuestas a permitir semejante imposición. Pero ante la ausencia de alguien que los coordinase, las protestas fueron fácilmente sofocadas. No satisfechos con lo sucedido, un comité partió hacia Ahyani para solicitar la intervención de los sabios. Para su sorpresa, encontraron la ciudad destruida. Del próspero clan que una vez fuesen, sólo quedaban escombros humeantes. No había rastro alguno de sus habitantes, así como tampoco habían sido cavadas tumbas recientes. Lo que fuera que hubiese sucedido, constituía un secreto entre el aire que dispersaba las llamas y el fuego devorador. Las miradas se volvieron hacia el nuevo emperador, que se mostró tan desconcertado como el que más.

¿Quién se atrevería a acusarlo sin pruebas?

Así pues, Blasco fue nombrado heredero. El primero que no había sido capacitado por la comunidad de sabios para la tarea. El primero de una línea hereditaria transferible por descendencia.

Los conflictos no tardaron en comenzar.

Blasco temía que las tribus lograsen organizarse. Sabía que si llegaba a producirse un levantamiento conjunto, no prevalecería ante su unión. Vio en la paz y prosperidad alcanzadas una amenaza para su poderío. Y hacia allí dirigió sus dardos envenenados. Distribuyó las reservas comunales entre quienes se mostraron dispuestos a apoyarlo, perjudicando a los demás. Incrementó la demanda de tributos. Las provisiones no tardaron en desaparecer, frente a la mala administración.

Los clanes protestaron nuevamente. Mas el daño estaba hecho. Los antiguos conflictos salieron a relucir una vez más…

El hijo de Blasco y luego su sucesor, mantuvieron la misma política de enfrentamiento. Cegados por su egoísmo, fueron incapaces de comprender que estaban construyendo su imperio sobre la base de nubarrones. Una tormenta que comenzaba a rugir, a medida que aumentaba de tamaño sobre sus cabezas. Que tarde o temprano se desataría sobre sus obras, castigándolos con la furia de sus rayos…

Los Espíritus del AireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora