Estaba casi en la esquina de la calle cuando giró la cabeza para vislumbrar la distancia que lo separaba de sus perseguidores; tres segundos después, uno de ellos saltó desde la altura, lanzándose salvajemente en picada contra él. Patrick, atormentado ante la evidente cacería de la que era sujeto, se volvió hacia el desconocido cuando aún éste se hallaba en el aire, disparando con desesperación dos veces. Uno en la cabeza y otro en el pecho; así debía de ser. El cuerpo inerte cayó al igual que un costal de plomo en el suelo, y el muchacho, temblando de horror, siguió corriendo sin siquiera permitirse volver la mirada atrás para constatar la muerte de uno de sus sicarios. Dobló a la derecha y divisó el callejón a lo lejos, aquel pasadizo que lo llevaría directamente a la salvación. Continuó corriendo a fuerza de tropezones por la calle vacía, sintiendo en la misma medida que avanzaba el sonido incesante de los pasos de los otros pisando los suyos. Un gruñido amenazador le hizo saltar lágrimas de los ojos, pero no se detuvo en ningún momento; la adrenalina corría como torbellino en sus venas, lo que le permitió seguir el ritmo de la agitada carrera. De pronto, uno de ellos se interpuso entre él y la entrada al callejón. Era alto y esbelto, de una palidez enteramente preocupante y unos oscuros ojos color granate que acechaban con el mismo descaro que sus afilados colmillos. El muchacho apretó con fuerza el gatillo del arma tantas veces como sus nervios se lo exigieron, hasta que al fin pudo dejarlo en el suelo retorciéndose y gimiendo de dolor. Se metió en el callejón aterrado, forzando su vista para que se acomodase a la poca iluminación del lugar, sin detenerse nunca y con sus agresores sobre su cabeza, buscando el momento perfecto para lanzarse a atacar. Patrick avistó el frente, jadeando, temblando, mientras unos cuantos pasos lo separaban de la acera con los postes alumbrando la avenida, de los automóviles pasando con rapidez por el lugar, de las personas transitando despreocupadamente por la vereda de enfrente entre los locales aún abiertos. Su corazón volcó en alegría, lo estaba consiguiendo; sólo cinco pasos, sólo cuatro más, tres…

Una mujer, ataviada con un viejo abrigo color marrón y una gorra de lana cubriéndole los descoloridos mechones de cabello, si es que cabello se le podía llamar a aquella mata de seca paja grisácea, caminaba por ahí, devolviéndose a su casa después de haber cumplido como buena cristiana en la iglesia. Había estado allí toda la tarde, rezando cientos de avemarías arrodillada en los bancos de la parroquia ante la morbosa imagen del nazareno, cumpliendo con las penitencias de sus pecados; purgaciones que ella misma se había impuesto después de haber cumplido con las dictadas por el cura, como si con aquello pudiera comprar su entrada al cielo.     

Caminaba por la avenida envuelta en su gruesa bufanda, dejando sólo sus marchitos ojos a la vista mientras pensaba en los castigos del infierno que hubiera recibido el día del juicio final de no haberse expiado de sus culpas esa misma tarde, cuando pasó junto a un solitario callejón ubicado entre dos edificios donde, la luz del alumbrado eléctrico no alcanzaba a tocar sus mohosos muros garabateados y desde el cual nacía un profundo y angustiante grito que luego agonizaba lentamente al final del pasadizo.     

Extrañada, metió la cabeza dentro de aquella asquerosa callejuela atiborrada de ratas, llena de curiosidad por saber lo que ahí ocurría, pero no pudo avistar nada. Se metió de cuerpo completo en el lugar al tiempo que se acomodaba las gruesas gafas para ver mejor; aún así, no fue capaz de distinguir nada. Sus miopes ojos avejentados por los años se negaban rotundamente a mostrarle más allá de la punta de su nariz. Fue entonces cuando, desde las sórdidas sombras de la noche, un escalofriante gruñido se escuchó de la nada y segundos después, unos oscuros y brillantes ojos color carmín se alzaron en medio de la penumbra para clavarse con ira inexplicable sobre la miserable mujer.     

¡Un monstruo!, pensó ella mientras los nervios se le crispaban y los ojos salían de sus orbitas en tanto que la extraña criatura se acercaba cada vez más rápido a ella, acechándola con furiosa insistencia para enseguida, lanzarse brutalmente contra su decrépito cuerpo. El instinto de supervivencia la obligó a reaccionar en el momento exacto, alcanzando a retroceder hacia la calzada y regresar a la avenida. Los ojos rojos se desvanecieron en la oscuridad del pasadizo y no salieron nunca de ahí, como eludiendo la luz, o a la humanidad, o tal vez, su misma razón de existencia. La mujer siguió retrocediendo horrorizada del callejón, sin apartar la vista del lugar, tiritando como condenada mientras que con la mano derecha sostenía el crucifijo que colgaba de su cuello para recitar entre jadeos los salmos de la biblia. El sonido de la bocina de un camión y luego los frenos sacando chispas del pavimento, la hicieron despertar abruptamente de sus cavilaciones.     

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