El resurgir de la Tierra

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Dejo a un lado mi plato, incapaz de tomar otra cucharada de esa masa blanquecina

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Dejo a un lado mi plato, incapaz de tomar otra cucharada de esa masa blanquecina. Soy consciente de que tiene todos los nutrientes necesarios para que mi cuerpo rinda al máximo, pero su sabor insípido y soso me impiden tragar más de unas pocas cucharadas. Una tontería por mi parte, porque sé que antes de que acabe el descanso me obligarán a terminarlo. Esto es así, tengo que tomar la cantidad establecida, al igual que debo dormir las horas estipuladas y ejercitarme lo justo y necesario para que mi organismo sea la máquina perfecta que ellos desean. Pero me olvido de todo y me centro en la imagen que tengo delante, puedo disfrutar de estos minutos antes de que mi cuerpo deje de ser mío.

Me quedo hipnotizado observando la masa verde de árboles que hay enfrente. Si llevo mi vista un poco más lejos veo un lago, el Lago Sky, lo llamamos así porque su extensión es tan amplia que cuando estás junto a él sólo puedes ver el cielo reflejado en su superficie pero no donde termina. Desde aquí, los campos de trabajo, sí que puedo ver su fin y la manada de ciervos que pasta plácidamente a un lado. Intento calcular su ubicación para que cuando termine con mi trabajo pueda mandar a unos cuantos guerreros en busca de alguna pieza de caza. Es un grupo grande, así que no tendremos problemas si cazamos algún ejemplar. Mi atención se desvía a una bandada de pájaros que sale de los árboles y surca el aire dejando una estela azulada cuando los rayos del sol se reflejan en sus plumas. La Tierra es hermosa, y más vista desde ahí arriba. Cuando te encuentras abajo es difícil apreciar todo eso porque estás centrado en sobrevivir y no ser capturado.

Según Abey, el anciano de nuestra comunidad, antiguamente las cosas no eran así. Antes de la Cuarta Guerra Mundial apenas existía vegetación ni animales salvajes. Nuestra raza, el ser humano, había conquistado cada parte del planeta consumiendo sus recursos y contaminando todo lo que pisaba. Al final no quedó ningún rincón donde el ser humano no hubiese dejado su huella, una huella de muerte y destrucción. Todavía se pueden apreciar algunas de aquellas construcciones de cemento que la vegetación no ha gobernado por completo. Pero todo eso fue hace más de cien años. Ni siquiera el anciano Abey conoció aquella época, aunque las historias han ido pasando de generación en generación para no olvidar lo que hicimos y que por culpa de nuestro ansia de poder, ahora vivimos con miedo. Porque no sólo jugamos a ser dioses con la Tierra, también lo hicimos con el propio ser humano. Y los creamos a Ellos.

Ellos fueron creados como un proyecto muy ambicioso para mejorar al ser humano. La idea era hacerlo más listo, más fuerte, más rápido y ágil y, ya de paso, añadirle algunas cualidades especiales. El objetivo era conseguir al ser humano perfecto. Y lo consiguieron, o casi, porque dentro de todas esas cualidades olvidaron una fundamental, la humanidad. Crearon algo tan perfecto, tan eficiente y tan eficaz, que carecía de todo sentimiento y empatía hacia su entorno.

Lo curioso es que no fue la actitud desprovista de emociones de Ellos lo que condenó a la raza humana —o no en un primer momento— fue de nuevo el ansia de poder de ésta. Una vez descubierto lo que habían creado, quisieron que Ellos estuvieran sometidos a su mando, pero ¿cómo dominas a un ser que te supera en todo? No puedes. Al principio lo intentaron y, como es de esperar, usaron la fuerza. Una soberana estupidez, porque sólo consiguieron cabrearles. Cuando se dieron cuenta de que no podían hacer nada contra Ellos, ya era demasiado tarde. Así se originó la Cuarta Guerra Mundial y con ella el comienzo del fin de nuestra especie. La derrota fue aplastante. En apenas un año la población se redujo a un tercio. Y los supervivientes fueron condenados a servirles de las forma más cruel que existe, dominando nuestros cuerpos como si fuéramos simples marionetas.

Dejo de prestar atención al paisaje para observar a mi compañero de trabajo. Debe de tener la misma edad que yo, quizá un par de años más. Su constitución es fuerte y se le nota sano. No hay nadie de los que pertenecemos a este campo que no lo esté. Al sentirse observado deja de comer la masa blanquecina y gira su rostro hacia mí. Nuestras miradas se cruzan unos segundos antes de que retire su vista vacía y la vuelva a enfocar en el infinito para seguir engullendo eso que no se le puede llamar comida. Se me escapa lentamente el aire del pecho tras retener la respiración por la impresión de su mirada. Ahí está el problema. Cuando ves una y otra vez de qué manera tu cuerpo es utilizado sin que tú tengas ningún control sobre él, te deja marcado. Porque aunque no tengas el control sobre él, sigues sintiendo todo lo que hace y todo lo que le hacen. Y eso te va matando por dentro.

Vuelvo a ojear el manto verde que cubre la Tierra. Si se puede sacar algo bueno de todo esto es que, a pesar de que nuestra especie fue condenada, la Tierra se ha salvado. Nuestra desaparición hizo que la fauna y la flora volvieran a resurgir. Y lo cierto, por mucho que me pese, es que Ellos jamás la dañarían. No porque sientan un apego especial a este mundo ni a las especies que viven en él. Para ellos esas son pequeñas banalidades que sólo te hacen más débil. Respetan el planeta y sus seres porque saben que es la forma de que esté sano y que sea funcional. Porque si algo son, es funcionales. Por ese mismo motivo el ser humano sigue existiendo, porque les somos útiles.

Pero hemos aprendido. Ya no somos los mismos de antes, ya sabemos lo qué es realmente importante y por lo que hay que luchar. Ahora sí que queremos nuestro planeta. Al igual que la libertad de los seres humanos. Por eso estoy aquí, para hacer que vuelvan a brillar los ojos de las personas como lo hacían antes. Ese es mi trabajo.

—Sujeto 6378. —Se oye por los altavoces. Miro al fondo del campo donde están tres de Ellos controlandonos—. Termínese la comida.

Se me dibuja una sonrisa ladina antes de bajar la vista para encontrarme con la mirada del muchacho que ha vuelto a dejar de comer para observarme.

—Por supuesto —digo con burla mientras le guiño un ojo. Pero no hago el amago de coger el plato. Poco después veo con impotencia cómo mis manos me alimentan aunque por dentro tenga ganas de vomitar. Sin embargo no me importa porque lo he conseguido, antes de que mi cuerpo fuera manipulado he podido ver cómo el chico ha reaccionado y, lo mejor de todo, cómo en sus ojos sin vida ha aparecido un brillo de esperanza. Porque hay esperanza.

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