Novosibirsk (Parte final)

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Finalmente, Yao Ming llegó al parque donde creía que podría encontrarlos. Estando allí, y viendo el panorama que lo rodeaba, de inmediato se dio cuenta de que encontrar a aquella familia sería como buscar una aguja en un pajar. En aquel hermoso lugar, henchido de hermosísima vegetación, se había concentrado una gran muchedumbre alrededor de una ingente cantidad de puestos de venta ambulante. Estos atraían mucho la atención de los niños, pues ofrecían toda clase de juguetes y chucherías para ellos. Pero también eran visitados por los jóvenes de la ciudad, pues en ellos podían encontrar accesorios para disfrazarse de las formas más ridículas imaginables, y esto, en tiempos de fiesta, era algo que atraía mucho a la juventud.

El chino comenzó a buscar a su alrededor con la mirada, desesperanzado y desesperado. Caminó de un lado a otro, tratando de moverse entre la densa masa de alegres habitantes. Muchas de estas personas miraban al chino con curiosidad y cierto recelo, no tanto por el aparatoso traje que llevaba puesto, sino más bien por el arma que llevaba colgada al hombro. Varios minutos después, Mussorgsky y el resto del equipo consiguieron encontrar a su amigo. Lo hicieron gracias a que estuvieron preguntando a la gente si habían visto a alguien vestido como ellos. Tan inusual apariencia llamaba demasiado la atención como para ser pasada por alto. Así, cada vez que preguntaban a un ciudadano, si este lo había visto, no dudaba en indicarles la dirección a la que se dirigía su compañero.

Yao Ming se disponía a salir corriendo de nuevo cuando, de pronto, sintió la férrea mano del teniente sobre su hombro desde atrás.

—¡Eh! ¡Yao! ¡Maldita sea! —le dijo Sergei al tiempo que lo giraba de forma brusca para enfrentarlo—. ¡¿Qué pasa contigo?!

Yao Ming pestañeó varias veces, como confundido, y siguió mirando alrededor.

Mussorgsky, al ver su estado de excitación y su evidente turbación, lo zarandeó varias veces con fuerza.

—¡Eh, sargento! ¡Vuelve en ti! ¡¡Es una puta orden!! —le espetó de mal genio el líder.

El suboficial de pronto pareció darse cuenta de lo que estaba pasando y, por fin, fue consciente de la presencia de sus compañeros. Sus ojos, antes atribulados por el pánico y la obsesión, volvieron a parecer los de una persona en su sano juicio. No obstante el nerviosismo no desapareció.

—¡He visto a la mocosa de la pesadilla! ¡De esa maldita pesadilla que tuvimos en Svyatogor! —le dijo, muy alterado.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó el teniente, sin dar crédito a las palabras de su subordinado.

Pero la respuesta de Yao Ming nunca llegó. De pronto, entre la multitud, volvió a ver a la familia que tanto llamó su atención, y sus ojos negros y rasgados se quedaron mirando a la tierna chiquilla mofletuda.

Entonces ocurrió algo inquietante. La niña, que hasta entonces parecía ajena a la presencia de los soldados, se quedó mirando fijamente a Yao Ming. Después, tras observar al chino durante unos segundos, lo sonrió con una candidez infinita y, acto seguido, llena de entusiasmo, empezó a llamar la atención de su madre, tirando de la manga de su brazo.

Sin saber cómo, a pesar de la gran algarabía, el chino pudo escuchar —entre el gentío y las diferentes melodías que sonaban en aquel parque— lo que la niña le dijo a su mamá. Era como si todo sonido hubiese quedado amortiguado precisamente para que él pudiera escuchar lo que la niña iba a decir.

—¡Mami, mami! ¡Mira! ¡El chino...! ¡El chino que soñé! —dijo la chiquilla, muy alterada.

Los ojos de Yao Ming se abrieron en una expresión de absoluto terror. Fuera de sí, el oriental vociferó a todo pulmón, hasta casi rasgarse las cuerdas vocales:

A2plus: Esencia Evanescente I y II (YA EN LIBRERÍAS)Where stories live. Discover now