El Secreto de Camaleón, por Nacho Docavo

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1     El Gran Naurim  

                        El reloj que presidía la caravana escuela marcó las 12:27 y, como Nico ya no aguantaba más, se levantó de la silla e interrumpió al profesor.

            —Perdón, Alfredo —el maestro se volvió de la pizarra y le miró con cara de interrogación—, pero no sé si recuerdas que a las doce y media hay una reunión general en la carpa y yo tengo que asistir. Creo que van a presentar el nuevo número de magia y he oído decir que es atómico.

            Alfredo se quedó quieto un momento, con la tiza en la mano y la mirada en el techo, para, al cabo de unos segundos, darse un golpe con la muñeca en la frente mientras sus ocho alumnos del circo le miraban divertidos.

            —Vaya cabeza que tengo. Lo siento Nico, lo siento. Se me ha pasado. Déjame ver. ¿De aquí quién tiene que ir a la carpa...?

            Un coro de ocho voces a un tiempo exclamó «¡Yo, yo, yo, yo, yo...!»

            —De eso nada chavales. Van sólo los tres mayores: Nico, Irina y Dona. El resto seguimos en clase como siempre. Hasta la una.

            El profe se refería a los cinco alumnos más pequeños de la escuela. Varni y Arunta, hijos de los malabaristas hindúes. Niño y niña, siete años. Pura fibra; Elly, hija de la domadora de caballos. Nueve años. Griega, rubia y capaz de montar a caballo como los ángeles; Soichi, diez años. Hijo de contorsionistas, ella china, él vietnamita. Limpio, rápido y capaz de meterse en una urna doblándose en cuatro trozos. Y por último, Adrián, nacido en un pueblecito perdido entre Turquía y Bulgaria e hijo del arquero. Nueve años y ya un experto lanzador de cuchillos.

            Los cinco pusieron cara de mal humor al ver a sus afortunados compañeros guardar los libros e irse.

            —Entonces hasta mañana a las nueve. Y he dicho a las nueve, Irina, y no a las nueve y media como llegas casi siempre —les despidió Alfredo mientras ellos tres salían de la escuela situada enfrente de la gran carpa.

            Vista desde donde estaban, la carpa del Circo Estelar parecía la residencia de verano del Zar de Todas las Rusias. Alta como una casa de tres pisos. Amplia y majestuosa. De planta octogonal y con una gran cúpula central de la que sobresalían cuatro mástiles de acero anclados en el suelo que, formando un cuadrado, sostenían la estructura. Y recubriéndolo todo, una gran lona plastificada de listas verticales rojas, blancas y azules, sujeta a los cuatro mástiles y tensada por un mar de cables, correas y vientos clavados alrededor.

            Aquel mediodía hacía muy bueno en Bilbao y aunque, por lo general, a esa hora y con el sol de finales de mayo, siempre había mucho trasiego de hombres, trastos y animales. Cuando los tres amigos salieron de clase, no se movía ni un alma y a Nico le entraron las prisas:

            —Yo me voy corriendo que ya están todos allí —y apretó la zancada dejando atrás a sus compañeras.

            Nico tenía quince años y era trapecista, de madre y padre trapecistas, él brasileño y ella canaria. Había nacido en un remolque y se había subido al trapecio con sólo cuatro años. Un muchacho alto, ya cercano al metro ochenta y espigado. Ojos de color marrón, piel morena, cara ovalada, con un pequeño arete de plata adornando su oreja izquierda, pelo largo ensortijado y pelusa en el bigote. Su familia estaba compuesta por Joao y Aurora, sus padres, y por sus tíos, Luiz, el hermano de Joao, y Carla, su esposa canadiense, que todavía no tenían hijos. Los cinco formaban los mundialmente conocidos, señoras y señores, Ángeles del Trapecio.

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