[2]-Ollie-

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Cuando era pequeño tenía amigos imaginarios, algo que es común en algunos niños.

En la escuela decían que era raro, y por aquel motivo, no querían hablar conmigo. De hecho, nadie quería hablar conmigo; así que al final me aislé en mí mismo en mi mundo imaginario, en el cual yo podía ser feliz. Sin embargo, a medida que pasaron los años dejé de ser aquel niño solitario y marginado, y me volví en alguien más sociable, totalmente opuesto a quien fui. 

Nunca llegué a ser el chico más popular de mi escuela, ni tampoco tuve intención de serlo, pero me gustaba conversar con los demás y cuando dejaron de etiquetarme con el niño extraño, todo empezó a ir mejor para mí.

Hasta que un día todo cambió. Recuerdo estar jugando en el parque cuando encontré a un niño pequeño a quien nunca había visto jugar en el tobogán. Estuvimos hablando durante horas hasta que se hizo de noche. Aquel día, me acompañaba mi abuela, en un banco, leía una revista y cuando me anunció que era hora de ir a casa obedecí. 

—¿Cómo lo has pasado?

—Muy bien, hoy he hecho un amigo, se llama Ollie—mi abuela sonrió. 

—¿Dónde estaba?—preguntó. 

—En el parque. 

—¿En el parque?—se mostró confusa—No había nadie, sólo estabas tú...—murmuró. 

—Había un niño de mi edad. —Insistí yo—Era muy simpático—mi abuela murmuró "Tonterías de críos", y sin decir nada más llegamos a casa. Cuando mi madre me preguntó qué había hecho durante el día, cambié la historia omitiendo que había conocido a Ollie, porque sabía que los adultos no se lo tomarían en serio, y mi amigo seguramente se sentiría ofendido. 

Al día siguiente, volví al parque, Ollie seguía en el mismo lugar. Sentando bajo el tobogán, jugando con la arena. 
—¿Por qué no tienes amigos?—le pregunté triste al ver que había vuelto. Me parecía agradable, pero al mismo tiempo, extraño, me recordó a mí. 
—Tengo amigos, pero tú no los ves—me dijo. Quise conocer a sus amigos, pero me dijo que no podía ser, cuando le pregunté porqué, me dijo que era porque nadie podía conocer su existencia. 
Con  los días fui entablando más confianza con mi nuevo amigo. Pero un día se mostró triste porque decía que estaba solo durante gran parte del día, yo no le entendía, pues me había dicho que tenía amigos. Al día siguiente, se mostró enfadado, y me dijo que si alguien sabía que me conocía pagaría por ello. 
No entendí lo que me decía hasta tiempo más tarde cuando pensé en que ojalá no hubiese conocido nunca a Ollie. 

—¿Qué pasará si alguien lo sabe?

—No podrá seguir con vida—era un niño pequeño pero entendí que aquellas palabras no auguraban nada bueno. —¿Alguien lo sabe?
—N-no...—murmuré inquieto. 
—Mientes—dijo con una mueca de desagrado—¿Quién lo sabe?
—M-mi a-abuela—hipé mientras sentía que estaba a punto de llorar—No le hagas nada, ella es muy buena, prepara los mejores postres del mundo, si quieres le puedo pedir que me prepare un pastel y te lo traigo mañana—.Respondí yo con la inocencia propia de un niño de ocho años. Vi que sonreía sin embargo, aquella sonrisa me pareció que ocultaba muchos secretos.  

Dos días más tarde, supe que mi abuela había muerto. 

No quise ir más al parque, me negaba a volver a ver a Ollie. Pero pronto empecé a verle en la escuela, en mi habitación... cada vez más cerca de mí... Nunca me hablaba como antes, simplemente, me miraba con una sonrisa macabra, y yo entonces cerraba los ojos, y aún así, no lograba olvidar aquella inquietante sonrisa. 
Quise pensar que había sido un accidente, pero las palabras de Ollie resonaban en mi cabeza. 

Lloré durante días. 

Mis padres no sabían qué me pasaba. No les podía decir nada, porque sabía que sino, ellos también se irían con mi abuelita y yo no quería eso. 

A medida que fui creciendo dejé de ver a Ollie, y poco a poco olvidé su recuerdo. 
Estudié, fui a la universidad, tuve una vida como la de cualquier otra persona. Encontré a una mujer hermosa con quien tuve un hijo que fue mi gran alegría y al fin pude dejar de pensar en aquel demonio. 
Me mostré ajeno a que el mal, nunca muere. 

Recibí una llamada, volví a escuchar su voz. Aquella voz que me dejó sin palabras. 
—¿Quién era?—preguntó mi mujer. Le dije que no era nadie. 

Un día después, mi hijo volvió de la escuela muy contento. Llevaba consigo un dibujo, en el que se veía él, y otro niño. 
—¿Cómo te ha ido el día?—le pregunté, sonreía y yo me sentí contagiado de su alegría.

—He conocido a un niño. 

—¿Ah sí?—preguntó mi mujer—Y ¿cómo se llama? Si quieres le puedes traer a casa...
—Ollie. 

Después de tantos años, Ollie me arrebató mis motivos de felicidad. Ahora escribo estas notas, después de haber perdido a mi mujer y a mi hijo. 
Ahora no me queda nada y no sé qué será de mí, tampoco me importa. 
Su nombre se aparece cada día como un hecho macabro y cada día lloro al recordar el día en el que mi felicidad se esfumó sin poderlo remediar. 

Creo que ya he perdido la razón, a veces deliro tan seguido que no sé el lugar en el que me encuentro, escucho que la gente me habla pero sólo soy capaz de gritar. 
Estoy muerto, pero aún respiro. 

Grito su nombre y lloro amargamente tres cuartas partes de mi tiempo, ya no me pueden quitar nada más y sólo espero el día en el que el tormento termine, pero sé que hasta en el infierno me encontraré con él, pues aquel fue el lugar del que vino. No sé qué es lo que quiere, o porqué no me deja en paz. Sólo sé que ojalá jamás hubiese conocido a Ollie.   

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