Parte I

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En el reino de Drirris, donde había bellos campos prósperos, princesas y príncipes encantadores, miles de árboles mágicos de algodón de azúcar, castillos de cristal y zapatillas de oro y plata, existía también un oscuro y temible laberinto

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En el reino de Drirris, donde había bellos campos prósperos, princesas y príncipes encantadores, miles de árboles mágicos de algodón de azúcar, castillos de cristal y zapatillas de oro y plata, existía también un oscuro y temible laberinto.

Los alegres y soñadores habitantes de Drirris nunca se acercaban, porque de hacerlo, todos perdían súbitamente la esperanza. El laberinto emanaba desamor, tristeza y terror, convirtiéndolo en una zona maldita que quedaba a solo un paso de la brillante capital del reino. Las leyendas, aunque existían, evitaban contarse. ¡Es que nadie osaba preguntar por el laberinto! Los más pequeños aprendían desde entonces a no inquirir cosas que no debían ser respondidas. Los más atrevidos se reunían en las noches para contar esos cuentos prohibidos, que luego se susurraban de forma meticulosa en los oídos de los valientes y curiosos. Pero, claro, estos últimos podrían contarse con los dedos. ¡Ese no era el espíritu de tan hermoso y cálido reino!

Así era mejor para ellos, pues si intentaban ignorar aquella mancha oscura en el paisaje, podían llegar a fingir que no existía y no enturbiaba la belleza de los páramos.

Sin embargo, está no es la historia de los volubles habitantes de Drirris y sus danzas, alegrías, príncipes encantadores, princesas elegantes y árboles de algodón de azúcar; porque, de ser así, solo tendríamos cuentos tontos sobre lo tontos que son algunos príncipes que conquistan a las princesas con la danza, en vez de hacerlo con el algodón de azúcar.

Esta es la historia de la única habitante secreta del laberinto y déjenme decirles que no es temible, ni malvada, pero quizás sí sea un poco triste y esté maldita; aunque eso, sin dudas, sea algo que solo pueda juzgarse desde fuera.

Meedari se llamaba así porque de esa manera lo había elegido ella. El viento le había traído la palabra aún cuando no sabía lo que eran las letras; menos aún cuando no sabía que alguien, o algo, debería tener un nombre. Después de todo, cuando se tienen tantos milenios es difícil recordar qué se sabe y qué no. También es difícil estar segura de algunas cosas cuando se tienen extraños sueños de nubes y caídas del cielo; ¿quién podría tomarse en serio algo como eso?

Desde luego, no tenía mucho que hacer o decir en el laberinto. Durante algún tiempo había buscado la salida, pensando que el mundo de afuera era más bonito y que aquellas colinas llenas de árboles rosados debían ser cálidas. Las había visto al trepar por las paredes y las raíces, que se enzarzaban entre la roca negra y la luz maravillosa del sol que llegaba difuminada y en ínfimas cantidades al laberinto. Lo cierto, es que allí nunca estaba soleado, siempre había una bruma oscura y nubes cargadas que nunca traían la lluvia. 

Por eso, lo que es más que elocuente, Meedari ansiaba el exterior. También, se había dicho que allí no estaría jamás sola.

Así estaba siempre, sola y arrastrando el largo cabello, que nunca había podido cortar, por el suelo duro y compacto que la abrigaba en las noches. Usualmente subía a las paredes y miraba fuera, esperando que alguna canción en la distancia le trajera alguna pizca de la alegría que poseían sus autores.

Sueños desde el cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora