Dejó al muchacho en las cercanías de un huerto familiar, en un pueblo al otro lado de la frontera. Ella volvió a su dimensión, dispuesta a no acercarse a los límites de nuevo.

No pudo ser. Las altas esferas saben todo lo que se necesita saber. Más cuando se trata de asuntos tan delicados que pueden perjudicar o beneficiar a ambos mundos. Y así, Aruni se vio relegada a tratar con los asuntos de los elementales que vivían en la tierra de los humanos, incluso de aquellos que osaban mezclarse con ellos al punto de engendrar híbridos.

Aprendió sobre las palabras, el poder que puede lograrse a través de ellas. Recordó la última que el mago maldito había pronunciado para eliminarla y robarle su energía. La usó para dar nombre a la ciudad refugio que levantó para que fuera su base. Y supo sobre los cazadores. Seres despreciables, que tomaban a todo el que fuese diferente, que tuviese una pizca de sobrenatural en su sangre y la exprimían con el fin de convertir ese mundo en algo plano, apagado, seco.

Se convirtió en la alcaldesa de una ciudad en la que los cazadores entraban, buscando presas para convertir en pesadas bolsas de monedas, y ya no salían. Cada vez que veía llegar a un mago de ojos inquietos, temía ver de nuevo a aquel chico. Esperaba no volver a encontrarlo, no así. Porque las palabras ya no surtían efecto en ella y, si las escuchaba, no eran más que la música bonita del preludio a los gritos y las súplicas, las maldiciones, que luego se derretían junto con la carne. Podían brillar hasta morir. Podían llenarse de gloria por un momento, si querían. Los suyos estarían a salvo mientras ella mandase allí.

Un día, uno de sus sirvientes llegó con una descripción de lo más extraña sobre un grupo de tres forasteros. Lo envió a darles la bienvenida, como siempre hacían con los caminantes desprevenidos, mientras ella se escondía como bailarina en el palacio dorado del centro. La ciudad entera los observó, como un solo ojo. Sintió que era valuada en oro y sus habitantes eran tasados como piezas a ser vendidas. Los que habían cruzado las puertas de Refulgens eran cazadores. Aruni ya había perdido la cuenta de todos los que había eliminado hasta el momento.

Cuando los extraños se sentaron a cenar en el palacio, cansados de andar y con los ojos llenos de admiración por las piedras y metales preciosos que cubrían los objetos, la música comenzó a sonar. El conjuro cubría a los silfos de la orquesta, para convertirlos en humanos ante los invitados. Las hadas que abrieron el baile no llamaron la atención más que por el movimiento de sus caderas. La comida llena de hierbas somníferas no haría efecto hasta entrada la noche. Y Aruni se divertiría, sacando información de distintos objetivos, tomando hasta la última idea sobre los planes del rey para acabar con los suyos, hasta que ya no les fuesen útiles.

O eso pensaba. Porque al ingresar al salón, vestida con su mejor traje y sus joyas, se dio con el mismo chico del desierto. Y se dio cuenta de que sí lo había estado esperando todo ese tiempo. Él estaría allí, tarde o temprano, con esos ojos amarillos como el sol y ese cabello oscuro, tan alto como lo recordaba, —en realidad más, pero manteniendo las proporciones con ella—. Habían pasado los años. Los dos habían crecido, hasta convertirse en la presa que el otro cazaba. ¿Él la habría estado buscando también? ¿Por qué no parecía reconocerla?

La percusión en los tambores le indicó que era el momento de salir a escena. Inspiró hondo, con un cosquilleo en todo el cuerpo por la anticipación. Tenía una deuda con aquel muchacho convertido en hombre. ¿Qué haría con el cazador? ¿Sería parte indivisible de su persona?

Aruni comenzó a moverse, al ritmo ondulante de las flautas, y se dejó llevar por la melodía. Sintió la atención de su nueva presa, que no le quitó la vista de encima en todo lo que duró el primer acto. Podía darse un último gusto, bailar para él una sola vez, luego decidir en qué celda lo encerraría para interrogarlo. Porque podría escucharlo hablar, por fin, y responderle.

¿Qué haría con su papel de ejecutora? ¿Era tan malo haberlo esperado, como ilusa?

Entonces pasaron las canciones, los platos llenos de comida envenenada y los jarrones de bebidas. Los acompañantes del cazador se durmieron, él debió notar que algo no estaba bien, porque se levantó e intentó marcharse con ellos a rastras. Aruni hizo una seña a sus ayudantes, las puertas del palacio se cerraron, las ventanas fueron bloqueadas.

¿Qué haría con la alegría que la había invadido de solo verlo?

Él avanzó hacia las escaleras, nervioso, y fue rodeado en silencio por los demás asistentes de la cena. Entonces, la miró. Por un momento, pareció darse cuenta de que no era la primera vez que se encontraban. Aruni sonrió, dividida entre el deseo de venganza y otro deseo, desconocido, intenso.

—Iba a mantenerlos aquí hasta mañana al mediodía, que es mi hora de mayor poder pero, en fin. Bienvenidos a Refulgens, cazadores.

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Relato escrito para el desafío de Edith Tahis Stone con el bloque C, de canciones. 

La canción es Dernière danse de Indila. La Letra y el video me recordaron a la inocencia y el poder destructivo que viven a la vez en Aruni. Ella es un personaje de Refulgens, la mini novela de fantasía y aventura que estoy re-escribiendo.    

El fantasma en mi tinteroWhere stories live. Discover now