Capítulo II: Una espada para servir.

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Veinte años después de que aquel rubicundo niño ascendiera al trono la fortaleza roja ya era el centro del mundo conocido. Había paz en La gran isla y los otros tres reinos habían sido contagiados por el progreso de Cellivar, a pesar de la reticencia que mostraron en un inicio los viejos a las innovaciones de aquel "mocoso extranjero". En dos décadas los cuatro reinos habían progresado lo que al país de Fernask le costó mil años, claro que ellos no contaban con alguien que ya tuviese todos esos conocimientos. Pero al sabio consejero, a quien cuatro décadas de vida habían dotado de mayor sabiduría, le preocupaba que este crecimiento acelerado trajera consigo un declive estrepitoso; si hubiese estado dotado de fe en los dioses hubiese dedicado horas cada noche a rezar por no tener que ver destruida a la tierra que ahora amaba, tal y cómo le había sucedido a su país. Hacía dieciocho años que estaba casado con la hermana del Rey, la princesa Sorthana, y tenían un hijo de quince años, Thask. El muchacho era un prodigio con la espada y con el arco, tanto que, quienes conocían el sur, decían que ni los elfos eran tan hábiles con ésta arma cómo él. A esa corta edad era uno de los escoltas del rey, además de su protegido. "Un día aconsejarás a mi hijo cómo tu padre me aconsejó a mí", decía el rey al chico constantemente; las esperanzas de Cellivar estaban puestas en él casi tanto como en el vientre de la reina Lyssa, donde se formaba el futuro príncipe.

Del linaje de Rothar nacería un rey mayor que él, el rey que convertiría la gran isla en un solo reino; un rey nacido para la guerra. Una joven bruja se lo había dicho hace casi doce años; cuando retozaba en su tienda durante el sitio del Templo de la luna. Reconocía en ese presagio una maldición y no lo contrario. Ella se había metido en su tienda a mitad de la noche, eludiendo la guardia, y justo cuando acababan le había susurrado aquellas palabras al oído, las palabras que nunca olvidaría: "De tu estirpe nacerá el caudillo prometido. Por su espada caerán monstruos, reyes y héroes. Bajo sus pies estará el mundo, el lo pisoteará y con su muerte llegará la ruina de la tierra". Era una médium del dios de la noche, cuyo templo había profanado su hermano para resguardarse y que ahora él estaba a punto de arrasar. Siempre había venerado a Targos, el dios del valle y del río; su dios era un agricultor que usaba la hoz mejor que su espada el mejor guerrero. Su pueblo había luchado para vivir, y aún lo hacía. Le parecía una atrocidad que un hijo suyo fuese a convertirse en un tirano, en un conquistador. Por eso deseaba que el hijo de su más sabio consejero, de su mejor amigo, estuviese ahí para el príncipe. El destino de Cellivar había sido cambiado por los padres, ahora el del mundo dependería de los hijos.


– Esa es la fortaleza roja, señor – Le decía a Thask el viejo baquiano que lo guiaba por los escarpados del amanecer – ¿Ya la había visto?

– Si, hace muchos años.

– Lo podría llevar allá, si eso gusta el señor.

– No, tengo cosas importantes que tratar en Tarnaud y el tiempo apremia.

Se quedó parado unos segundos más viendo desde lejos esas imponente murallas. Recordaba su infancia corriendo por esos intrincados callejones, jugando a que era un guerrero. Recordaba cuando dejó de correr, atendiendo a las palabras de su padre. "Las carrera son para la plebe, tu destino es ser la mano derecha de un rey; debes ser sabio desde ahora y hábil cómo ninguno". El reino dependía de su padre y todos lo sabían, pero él mismo prefería ignorarlo. "Sólo el rey debe ser igual al rey, los demás servimos". Su padre ahora estaba muerto, igual que aquel rey al que servía. Aún no sabía qué lo había arrastrado a volver a esa tierra medio muerta que fuese su hogar. Dieciocho años... parecían un parpadeo. Había desembarcado en costas lejanas con el fin de esparcir la muerte en reinos extraños. Había tenido más oro y mujeres de lo que podría recordar, pero nada de eso le satisfacía. "No soy un príncipe, tú tampoco lo eres. Esta tierra me acogió cómo a un hijo; tu deber y el de toda mi descendencia es devolverle ese amor". Él conocía las viejas historias, sabía que descendían de una estirpe gloriosa; era el tataranieto de un emperador. A pesar de eso nunca había ambicionado ese poder, un trono. Las costas, los campos, las murallas... todas las superficies que había manchado de sangre ajena no eran más que caminos que hollaba tratando de huir del destino que su padre eligió para él, y que él mismo sabía que era lo único que le llenaría realmente.

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⏰ Última actualización: Aug 23, 2016 ⏰

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