Capítulo I: La huída

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Érase una noche fresca y tranquila en la sabana africana, y todos los animales dormían plácidamente después de otro día amansador. Todos, excepto uno: una pequeña leona deambulaba por tierras que le eran totalmente desconocidas, abrumada por el miedo de los acontecimientos recientes y por el hecho de estar sola, a merced de los depredadores que pudieran habitar allí. Un sonido extraño similar al revuelo de césped captó su atención e hizo que se parara en seco, observando sus alrededores con terror. Extendió instintivamente sus oscuras garras, que eran filosas aún pero que no eran capaces de hacer daño grave a nadie que la superase dos o tres veces en tamaño. Permaneció en silencio conteniendo la respiración, esperando a oír otro sonido, temiendo lo peor. Varios minutos transcurrieron y nada cambió. Soltó el aire lentamente e intentó calmar sus nervios sobre-estimulados.


"Seguro ha sido el viento." Pensó, procurando auto convencerse, aunque sin éxito.


Estaba a punto de continuar su camino y buscar algún lugar donde dormir, cuando el sonido volvió a abrirse camino entre el forraje que estaba dejando atrás.
La pequeña leona se volteó rápidamente, sabiendo que algo o alguien más estaba allí, probablemente observándola, y sus ojos saltaron de punto en punto buscando ávidamente el origen del ruido, aterrada. Una risa un tanto psicótica y escandalosa hizo que el pelaje de su espalda se erizara y de repente, una sombra enorme que siluetaba una figura peluda apareció frente a ella.


Sin voltear, ella gritó espantada y salió pitando, en búsqueda de ayuda, o refugio. Encontró una cueva de rocas y se metió allí sin pensarlo dos veces, temblando como una hoja y mirando hacia afuera, rezando porque el monstruo no la encontrara. Desgraciadamente, su plegaria fue en vano, porque dicha criatura la siguió sin problemas.
La leona llegó a ver dos pies grandes que parecían más bien manos, y vio que los dedos carecían de pelo. Sus piernas, sin embargo, estaban cubiertas de él, y era de un color grisáceo azulado. Volvió a escuchar la risa y ella se tapó el hocico para no gritar.


Sus ojos captaron bajo la tenue luz de la luna que la criatura colocó algo redondo y partido en dos sobre el suelo, justo a la salida de la cueva.


—Tranquila, ven. Seguro tienes hambre. —dijo la voz de la risa.


Y el extraño estaba en lo cierto. No ingería nada desde su escape, iniciado hace tres días. Estaba famélica, puesto que no sabía cazar. Su estómago rugió al ver la jugosa fruta morada, y en ese momento su biología ignoró que fuese un carnívoro como cualquier león. Si el monstruo quisiese herirla, hubiese entrado a la fuerza a buscarla. En lugar de eso, estaba ofreciéndole comida. ¿No podía ser tan peligroso, verdad? La leona apartó con dificultad la vacilación de su mente y comenzó a salir de su escondite con cautela.


—Eso es, no temas—dijo suavemente la criatura.


Ella lo observó y supo que no era un monstruo. Era un animal extraño, aunque sabía que lo había visto antes. Respetuosamente el animal se mantuvo en su sitio para dejar que ella fuera la que se acercara y pudiera perderle el miedo. Por supuesto, la leoncita no pasó por alto el gesto y se relajó visiblemente, acercándose con más confianza a la botana que le estaba ofreciendo. Comenzó a comer el dulce fruto y cuando sus papilas degustaron la pulpa y el jugo, le pareció lo más delicioso que había comido en su vida. El animal rió satisfecho y divertido al ver que estaba en lo cierto.
Ella devoró el fruto en minutos y al terminar, el pelaje de su hocico estaba cubierto de jugo morado. Él volvió a reír al notarlo.


—¿Quieres otro?


Ella asintió enérgicamente.


—Ten—y le pasó uno más. Esta vez, esperó a que ella lo tomase de su mano. Cuando la leona se dio cuenta de lo que esperaba, se acercó con lentitud. Tomó el fruto con su hocico y se sentó a comer junto al animal.


—Me alegra que te hayan gustado—comentó él, con normalidad.


— ¿Quién eres? —le preguntó ella.


—Un amigo—respondió con una sonrisa. El abundante pelaje blanco que rodeaba su rostro se agitó suavemente con la brisa nocturna.


—Oh, bueno, eso puedo verlo. Esperaba un nombre.


El animal rió nuevamente.


—Todos necesitan ponerle un nombre a todo hoy en día. —dijo, y añadió—De acuerdo, te diré el mío si tú me dices el tuyo.


La leona pensó que era lo más justo.


—Liara.


—Un placer, Liara. Mi nombre es Rafiki.

El corazón de un príncipe segundoWhere stories live. Discover now