~Las cuadras~ PARTE I

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Pero el camino sigue y los semáforos aún no se han apagado. Tampoco han sido apartados los círculos de luz que dejan las farolas en el suelo de vez en cuando, ni tú me has pedido que me marche. El camino es una muestra pertinente de la calidad de vida de las ciudades por la noche; no hace falta sino mirar a esos niños que aún juegan en los tejados, o al menos escuchar sus sonrisas ingenuas y sus gritos rosados. La felicidad del barrio es alegría misma de vida.

Sin embargo el camino sigue y no hay mejor razón que sentir cómo se desplaza bajo las suelas gastadas. Como cambian los rostros sus temperamentos y sus anhelos. Los primeros, los de allá al otro de la calle son muecas sinceras de cansancio, y las mujeres que los acompañan detrás aún evidencian la sonrisa pícara de la temporada de otoño. Sus pieles oscuras, también son vida. Y sus manos agrietadas, sus corazones encogidos celebran que todos tenemos derecho de volver a casa y brindar con vino la resurrección de los placeres. Aunque estos sean tan diminutos como las manos encogidas o los besos bajo las sábanas antes de dormir y así repetir el proceso.

Los rostros de madrugada empiezan a suceder como en una mezcla de los más sinceros recuerdos de las caminatas por el centro de Valencia o los desayunos en aquellas tiendecitas donde las manos arrugadas sirven el café con la misma delicadeza que las manos suaves de varias décadas menos.

A parte del grupo de personas de tez oscura, también hay blancos y pequeños, gordos y traviesos hombres que también son vida. Ocultan sus fieles preocupaciones en sus bolsitos o costales, debajo del sombrero horadado o la cartera que tiene más edad que la primogénita.

Aquella hija que espera aun sentada en la cama, al borde de caer de sueño. Pero no hace falta entrar en detalles para comprender el motivo del salto, ni del grito sordo. Aquel que se reproducirá de igual manera en toda la ciudad a estas horas cuando la madre abra la puerta y el niño se abalance sobre sus brazos... y sus brazos protectores sean otra prueba de que estos actos irreparables de los cuentos, también son vida.

Y quizás yo nunca debí salir de mi cuarto y encontrarme con estos eventos de valentía e infortunio. Quizás debí seguir sentado y cabizbajo, entre líneas y los gritos no auxiliables que suelen existir cuando la pluma toca al papel y no lo suelta hasta haberlo consumido en sus totalidad. Solo entonces se da la prostitución del papel y la violación de pluma.

Pero a mi nadie me salva cuando un automóvil azul marino salido del concesionario se detiene y los novios casi pegan el grito al aire. A mi nadie me salva cuando hay tanto amor dentro de un chasis del 88. Verlos es remediar la juventud y las penas de 18. La mujer de blanco que sonríe y deja a la vista su corazón palpitante que celebra la existencia de ese día. El hombre engalanado que empieza a pitar para que me de prisa. Pero no hay prisa cuando la vida corre por la acera junto al ritmo de una boda, un bautizo inesperado o un acordeón que suena de fondo.

Y el muchacho que lo toca, que acaricia sus estiradas teclas blancas con la soltura de los que hacen este tipo de cosas. Artistas los llaman. Locos que componen a medianoche en busca de la fama de las esquinas y de las farolas y de los buses que se detienen solo a depositar sus oídos en el cuenco gigante de notas musicales que suben y bajan en busca del mismo sentido fresco de la vida sobre el asfalto sereno que da muerte a quien no contribuye a semejante creación.

Y no me detendría, quizás ya no en este punto de la vía. Perdí la cuenta del número de cuadras cuando me distraje observando a la mujer que vendía aguas aromáticas en el fondo de la calle. Y aunque quizás solo uno o dos transeúntes la visiten esta noche, todos sabemos que en fondo ella seguirá acudiendo al llamado sutil del día a día. Nadie la salvará a ella, ni a su delantal manchado de aceite, de la suerte de vender vida por 50 centavos bajo el manto de la cuadra que hiere a los bolsillos y de vez en cuando, también a los cuerpos, hasta hacerlos envejecer.

El cadáver azul blanco del auto que dejé aparcado al otro lado del mundo será carcomido por los ejércitos forasteros que no tendrán más remedio que destrozarlo o llevarlo a un desguace cercano o a alguna cochera ajena. A esta distancia solo puedo inclinarme y soltar las llaves vetustas en esa alcantarilla sombría que me invita a que las suelte y deje escapar junto a un suspiro la dura carga a la que a veces sometemos a nuestra conciencia. Ahora sabré que no era necesario tanta pregunta dentro del automóvil y que llegar a trazar este camino en base a recuerdos, era lo que todo ser humano necesita de vez en cuando.

No me detuve ni siquiera cuando supe que debía hacerlo. Y contestar esa llamada telefónica que también pertenecía a mi anterior vida, al pasado que ahora significaba distancia y remordimiento. Mi madre que, por llamaba para preguntar donde estaba, se llevaría una sorpresa cuando por quinta vez asesinase a la señal pulsando el botón rojo de colgar. sometiendo así su preocupación a otra súplica religiosa que por esta noche también significaba vida.

...

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(1969)Where stories live. Discover now