~Las cuadras~ PARTE I

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La tortura nunca cambiará su parecido con las avenidas. Largas y perversas. Solitarias y sonrientes cuando te ofrecen todas esas intersecciones mal señalizadas y esos versos, y aquellos besos de parada.

Quién conoce mejor esto que quien lo ha vivido. Quien no se ha estacionado junto al signo de pare para comerse a besos a la luna, y destapar esa botella cuyo nombre pronunciar nunca pudo.

Y quien me salva a mi de tentar a la vida de esa forma. Las manos en el volante se cansan en algún momento y deseas terminar lo que empezaste. De las esquinas surgen las preguntas que tiendes a evitar por el día. De la guantera los vicios y melancolías taciturnas que te acompañan a la cama.

El vidrio que suena, y yo que me levanto sin pensar en el instinto, en la conciencia fría que me ha pedido sobrellevar el acto con normalidad. Pero alguien toca el vidrio del copiloto y no puedo rechazar semejante llamada. Bajo del cómodo auto, me inmiscuyo en la calle fría que me permite ser parte de su naturaleza absurda de medianoche. Subo a la vereda sin antes olvidarme de escuchar ese ruido peculiar que hacen los autos al asegurar su puertas. En mis manos sobreviven las última gotas de tinta y esa cámara de fotos que tanto te gusta.

Soy uno solo con la corriente espesa y gélida de la noche que en condiciones similares a mi vida, me invita a meter las manos en los bolsillo y seguir su dirección palpitante hacia el norte de la ciudad.

Aquel bar de la esquina, esos ojos cafés a más no poder que me piden que los escriba. Que sobre sus pupilas dilatadas me nombre rey de la noche y a más no poder también, escupa los primeros versos del Agosto que se avecina, este mes que ha venido sin avisar y ahora, sobre nuestras acciones espontáneas, coloca sus peculiares noches en busca de ese temido relato.

Solo aquel bar de la esquina tiene encendida sus luces, lo sé por las ventanas que me lo muestran. Y hay varios hombre vigorosos sobre las mesas de plata y mujeres también hay. A pesar de los peligros que conlleva atravesar esas puertas. El ser humano en sus horas profanas satisfaciendo al cuerpo, levantando la copa, coordinando sudores en gritos que solo ellos entienden. Anudando los cuerpos ajenos y quebrantando el alma en cada orgasmo fingido. En cada mentira perfectamente fingida.

Yo solo puedo seguir caminando, la noche fría me invita a inclinar la cabeza y seguir contracorriente. Allí donde perteneces, allí donde los gallos escupen flores y las gallinas temen al sol.

Se que me llamaste, cuando aún metido en mi habitación, a eso de las seis y media de la tarde, imprimiste tu sonrisa en el viento y la enviaste a golpear mi ventana con salvaje fuerza. Acusé al mes de Agosto. Acusé a mis sentidos absurdos que estaban pendientes del mínimo ruido o movimiento para dotar de sentido a mis horas más oscuras. Acuse a la humanidad por tremenda falta de respeto, de la cual ahora también soy cómplice.

Quizás por eso aquí estoy, tal como me dijiste, Bulevar 21 de la avenida que cruza las iglesias.

Pero no hay iglesias que curen los pecados de todo este silencio que los creyentes conocen como omisión, ni padres o madres que se arrodillen para arrepentirse. No hay de qué arrepentirse, la noche escupe actos cobardes y la gente los acepta o no con cobardía.

Solo en este momento, después de la quinta cuadra, puedo sentir como aquellos cuentos que me solían contar son más ciertos que otras veces.

Observo como el rostro pálido de las fachadas mueve la boca en busca de consuelo. Los jardines brotan crías de esperanza llamadas rosas en su punto álgido. Y de algunas casas, no de todas por supuesto, salen las ancianas que no son tan ancianas, con sus trajes bordados a mano. Aquellos trajes coloridos, esas telas vivaces que ni la oscuridad se atreve a tocar por respeto. Y con menos arrugas y muchas menos agitaciones seniles, bailan junto a sus escobas, junto a sus abetos próximos y alguna que otra con el marido jovial que lleva la misma sonrisa de la primera cita. Aquella señoras vislumbran la esperanza que muchos pierden camino a la estación de metro. Toda ellas, con su maquillaje enjugado en gloria. Gloria que no puedo evitar mirar sin que alguna ansia me estorbe en el sitio del corazón. Quizás alguna de ellas sea mi abuela, y mi obligación de relatar su vestido azul porcelana, se convierta en la alegría más tremenda que este mapa centenario me permite tener en mi corta vida.

(1969)Where stories live. Discover now