~Las cuadras~ PARTE I

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Yo solo puedo seguir caminando, la noche fría me invita a inclinar la cabeza y seguir contracorriente. Allí donde perteneces, allí donde los gallos escupen flores y las gallinas temen al sol.

Se que me llamaste, cuando aún metido en mi habitación, a eso de las seis y media de la tarde, imprimiste tu sonrisa en el viento y la enviaste a golpear mi ventana con salvaje fuerza. Acusé al mes de Agosto. Acusé a mis sentidos absurdos que estaban pendientes del mínimo ruido o movimiento para dotar de sentido a mis horas más oscuras. Acuse a la humanidad por tremenda falta de respeto, de la cual ahora también soy cómplice.

Quizás por eso aquí estoy, tal como me dijiste, Bulevar 21 de la avenida que cruza las iglesias.

Pero no hay iglesias que curen los pecados de todo este silencio que los creyentes conocen como omisión, ni padres o madres que se arrodillen para arrepentirse. No hay de qué arrepentirse, la noche escupe actos cobardes y la gente los acepta o no con cobardía.

Solo en este momento, después de la quinta cuadra, puedo sentir como aquellos cuentos que me solían contar son más ciertos que otras veces.

Observo como el rostro pálido de las fachadas mueve la boca en busca de consuelo. Los jardines brotan crías de esperanza llamadas rosas en su punto álgido. Y de algunas casas, no de todas por supuesto, salen las ancianas que no son tan ancianas, con sus trajes bordados a mano. Aquellos trajes coloridos, esas telas vivaces que ni la oscuridad se atreve a tocar por respeto. Y con menos arrugas y muchas menos agitaciones seniles, bailan junto a sus escobas, junto a sus abetos próximos y alguna que otra con el marido jovial que lleva la misma sonrisa de la primera cita. Aquella señoras vislumbran la esperanza que muchos pierden camino a la estación de metro. Toda ellas, con su maquillaje enjugado en gloria. Gloria que no puedo evitar mirar sin que alguna ansia me estorbe en el sitio del corazón. Quizás alguna de ellas sea mi abuela, y mi obligación de relatar su vestido azul porcelana, se convierta en la alegría más tremenda que este mapa centenario me permite tener en mi corta vida.

Pero el camino sigue y los semáforos aún no se han apagado. Tampoco han sido apartados los círculos de luz que dejan las farolas en el suelo de vez en cuando, ni tú me has pedido que me marche. El camino es una muestra pertinente de la calidad de vida de las ciudades por la noche; no hace falta sino mirar a esos niños que aún juegan en los tejados, o al menos escuchar sus sonrisas ingenuas y sus gritos rosados. La felicidad del barrio es alegría misma de vida.

Sin embargo el camino sigue y no hay mejor razón que sentir cómo se desplaza bajo las suelas gastadas. Como cambian los rostros sus temperamentos y sus anhelos. Los primeros, los de allá al otro de la calle son muecas sinceras de cansancio, y las mujeres que los acompañan detrás aún evidencian la sonrisa pícara de la temporada de otoño. Sus pieles oscuras, también son vida. Y sus manos agrietadas, sus corazones encogidos celebran que todos tenemos derecho de volver a casa y brindar con vino la resurrección de los placeres. Aunque estos sean tan diminutos como las manos encogidas o los besos bajo las sábanas antes de dormir y así repetir el proceso.

Los rostros de madrugada empiezan a suceder como en una mezcla de los más sinceros recuerdos de las caminatas por el centro de Valencia o los desayunos en aquellas tiendecitas donde las manos arrugadas sirven el café con la misma delicadeza que las manos suaves de varias décadas menos.

A parte del grupo de personas de tez oscura, también hay blancos y pequeños, gordos y traviesos hombres que también son vida. Ocultan sus fieles preocupaciones en sus bolsitos o costales, debajo del sombrero horadado o la cartera que tiene más edad que la primogénita.

Aquella hija que espera aun sentada en la cama, al borde de caer de sueño. Pero no hace falta entrar en detalles para comprender el motivo del salto, ni del grito sordo. Aquel que se reproducirá de igual manera en toda la ciudad a estas horas cuando la madre abra la puerta y el niño se abalance sobre sus brazos... y sus brazos protectores sean otra prueba de que estos actos irreparables de los cuentos, también son vida.

(1969)Where stories live. Discover now