Espantos Cotidianos

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Es el primer evento público de mi única sobrina y no pude decir que no. Ahora viajamos hacia el centro por avenida Vicuña Mackenna, protegidas del invierno y con la discografía completa de Bon Jovi a medio volumen.

-¡Pero si tiene apenas un año! -digo, tratando de no sonar desesperada-. ¿Qué tanto puede hacer la Lily en el escenario si apenas sabe gatear?

-Tranquila Bruja -dice mi hermana-. No tienes que inventar excusas conmigo. Mientras sigas tomando tus pastillas, todo va salir bien. La enana nos espera en la sala cuna, tú sabes, lleva meses practicando.

No le voy a decir que también llevo meses practicando, sin tomar ningún medicamento, porque al fin conozco la naturaleza de mi padecimiento. Solo acepto su imposición porque adoro a su Lily y aquí estoy, en el Nissan Pathfinder full equipo con olor a nuevo de mi hermana, tibia y cómoda mientras el frío muerde los rostros de los transeúntes, afuera de esta burbuja de bienestar.

-Y te saliste con la tuya -digo, apreciando el tejido suave del asiento con la punta de mis dedos.

-Es lo que merezco -dice Carolina, que nunca ha sido modesta a pesar que venimos de una familia de clase media-. Marco se convenció cuando le mostré las especificaciones de seguridad para el transporte de bebés. Daría cualquier cosa por su hija.

Incluso comprar un vehículo que cuesta la mitad de lo que vale la casa donde viven, pienso. Los despilfarros y la incapacidad de ahorro de mi hermana siempre me sacan de las casillas.

Me muerdo la lengua para no decir lo que pienso, es la primera señal de que algo no anda bien en mi cabeza y Carolina es experta en orates. Fue ella la que convenció a nuestros padres para que me internaran, cinco años atrás

-¿Cuánto falta? -digo para cambiar de tema. Estamos a pocas cuadras de Plaza Italia en el centro de Santiago y si hay un lugar en el mundo al que no quiero acercarme nunca más en mi vida, es éste.

Carolina solo hace un gesto con los labios extendidos, enciende la luz intermitente para virar y entramos a un pasaje de adoquines y casas antiguas, realmente antiguas, de fines del siglo diecinueve y principios del veinte. Justo pillamos un hueco para estacionar en la vereda derecha y mi hermana logra ubicar este tanque en precarios treinta y nueve movimientos.

Una seguidilla de escalofríos y espasmos recorren mi espalda mientras Carolina lucha contra el volante y las leyes de la física para estacionar bien su mastodonte. Me miro las manos y evito hacer contacto visual con los rostros que me observan desde las ventanas.

En cada rincón de esta ciudad torturada hay pesadillas y recuerdos horribles, almacenados en los revestimientos y pisos de parqué, latentes, algunos activos, la mayoría en un estado de vigilancia pasiva. Casi todos los edificios del casco antiguo de la ciudad reverberan con los gritos de los torturados, los despellejados y los devorados. Y aquí estoy, fingiendo frío cuando en realidad me siento aterrada y estoy a punto de salir corriendo, como si eso sirviera para algo.

-Aquí estamos -dice Carolina bajando del auto. Un chorro de aire frío me abofetea el rostro y las manos descubiertas. Puedo oír los gritos a bajo volumen rebotando entre los muros de hormigón y el suelo de piedra. Por lo general no se entiende lo que dicen, pero estos tienen una voz muy clara y su mensaje me aprieta el corazón. Tanto dolor, tanta desesperación, tanto odio...

Mi puerta se abre de improviso y doy un salto. Es Carolina que a esta altura del día ya no tiene paciencia. Se supone que estamos bien en la hora pero a ella no le gusta llegar atrasada.

-¡Voy! -digo e intento sonreír-. Hace tanto frío...

Carolina no dice nada, solo me sonríe de vuelta y espera a que baje de su auto familiar de lujo. Estudio su rostro, sus gestos, su manera de moverse. Nada de lo que hace demuestra alguna sospecha. Tal vez está nerviosa, porque su hija tendrá su primera presentación en público. O tal vez tiene más preocupaciones de las que parecen evidentes, como las cuotas del dividendo y las cuotas del auto y las cuotas de sus tarjetas de casas comerciales y quién sabe qué otra deuda.

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