La Sirenita (Version Original)

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Mar adentro, muy lejos de la costa, allá donde las aguas son de un azul más azul que el añil más intenso, se encontraba el palacio del rey del mar. Hacía ya muchos años que el rey del mar había quedado viudo, pero su anciana madre cuidaba del palacio con admirable energía, se sentía justamente orgullosa de su ilustre y noble estirpe y, para dejar constancia de ello, se adornaba la cola con doce ostras, mientras que a las otras damas de palacio sólo les estaba permitido llevar seis. Sus nietas, las seis princesas del mar, eran todas hermosas, especialmente la más joven, que superaba a sus hermanas en belleza, sin embargo, ninguna de ellas tenía pies, porque en el lugar donde todas las niñas tienen las piernas ellas lucían una plateada cola de pez.

El palacio se encontraba en las profundidades del mar. Sus paredes eran de coral transparente y el techo estaba decorado con conchas. Muchas de las conchas se entreabrían de tanto en tanto y, durante unos instantes, dejaban vislumbrar el resplandeciente brillo de las perlas que guardaban en su interior, tan maravillosas que no hubiera podido encontrarse nada mejor para adornar la corona de una reina.

Cada una de las princesas cuidaba un rincón del jardín, la más joven había dado a su parcela una forma perfectamente redonda y sólo cultivaba flores de color rosado como la claridad del sol. Sus hermanas habían adornado el jardín con toda clase de objetos raros y extravagantes, la mayoría procedentes de antiguos naufragios, pero en el jardín de la pequeña sólo se veía la estatua de un hermoso adolescente, esculpida en mármol blanquísimo, rescatada de entre los restos de un navío hundido. Al lado de la estatua crecía un sauce llorón que la acariciaba y abanicaba con el movimiento de sus ramas.

La más pequeña de las sirenitas anhelaba conocer el mundo que, allá arriba, emergía sobre las aguas, aquellas tierras pobladas de seres extraños que habían esculpido la estatua del hermoso adolescente y siempre le pedía a su abuelita que le contara historias de los humanos que vivían en la tierra.

-Cuando tengas quince años-respondía la abuela-podrás nadar hacia lo alto y sentarte en las rocas de la costa.

La mayor de las sirenitas estaba a punto de cumplir los quince años y, como todas se llevaban un año, la más pequeña tenía que esperar cinco años hasta que le estuviera permitido salir de las profundidades para acercarse al lugar donde vivían los hombres.

Cuando se daba el caso que la luna estaba llena, las cinco sirenitas se cogían del brazo y remontaban juntas las aguas desde el fondo. El rumor de sus voces y risas, más finas y claras que las que cualquier mortal está habituado a escuchar, llegaba a veces a oídos de los marineros, "eso debe ser el canto de las sirenas", decían los pescadores, y a la pequeña, siempre soñadora y tranquila, le brillaban los ojos como si fuera a llorar.

Finalmente llegó el día en que la sirenita cumplió quince años.

-A partir de ahora serás libre para ir a donde quieras-le dijo su abuela, la vieja reina viuda, y le colocó alrededor de la cabeza una magnífica corona de flores cuyos pétalos estaban formados por perlas.

Cuando la sirenita asomó la cabeza por encima de la superficie del agua, el sol acababa de ponerse y las nubes aparecían todavía iluminadas por una claridad rosada, y bajo aquella luz, dulce y suave, lo primero que vio la sirenita fue un gran navío de tres palos, anclado allí, en la orilla, con sus grandes velas risadas. Al caer la noche, en la cubierta del navío se encendieron cientos de luces, y un rumor de cantos y música llegó a la sirenita que, atraída por la curiosidad, se dirigió nadando hacia el barco, cuando se encontró muy cerca, se encaramó en la cresta de una ola y consiguió encaramarse hasta las ventanas de los camarotes. A través de los cristales transparentes pudo distinguir un grupo de gente, elegantemente vestida, que parecía estar celebrando una fiesta. Lo que más le llamó la atención fue el porte altivo y la postura de un joven que parecía ser el cetro de atención de todos los presentes. El joven era un príncipe que, precisamente, estaba celebrando la fiesta de su dieciséis cumpleaños.

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