Capitulo 2

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Nadie cae con estilo cuando recibe un empujón.

Años atrás, cuando Gastón tenía apenas 12 años, en su primer día de clases en el colegio al que acababa de cambiarse, recibió un empujón de un compañero y cayó a la piscina. Era la broma obligatoria de bienvenida para los nuevos. Cuando sacó la cabeza del agua vio a un montón de desconocidos riéndose de él. Los segundos iniciales fueron patéticos: los manotazos de ahogado, el agua en la nariz, el pelo en la cara y ese gesto de alelado que no entiende lo que está ocurriendo. Fue el profesor, también entre carcajadas, quien le extendió una mano para que saliera.

Cuando llegó a casa, su madre le recibió sonriente y con la pregunta habitual:

-¿Me cuentas tu día en tres palabras?

Y, sin pensar, Gastón respondió:

-¡Odio el colegio!

Al rato le confesó lo sucedido. Tenía los zapatos arruinados y la ropa húmeda. Las lágrimas de rabia les resbalaban por las mejillas mientras relataba cómo se habían  burlado de él.

Alba, en lugar de consolar a su hijo por el mal rato, se agachó y le ordenó:

-Quiero que mañana mismo te inscribas en las clases extracurriculares de natación.

-¡No quiero!

-Lo harás, Gastón. La próxima vez que caigas al agua que solo se te arruinen los zapatos... No el orgullo. Y que las únicas manos que te saquen de ahí, sean las tuyas, ¿De acuerdo?

Un mes después de aquel suceso Alba partió para España sin boleto de regreso, y Gastón volvió a sentir que se quedaba sin aire.

Desde pequeño se había acostumbrado a hacer maletas. Vivió hasta los 4 años en casa de los abuelos, luego se mudó al departamento que su madre y dos amigas compartían en el centro de la ciudad. Y el siguiente destino fue el departamento de dos dormitorios que su madre logró comprar con sudor e hipoteca en la calle Lisboa. Fue entonces cuando vino el desastre y la maleta final para ambos. La empresa en la que ella trabajaba amaneció un día cerrada sin ninguna explicación, el dueño había sacado del banco todo lo que quedaba y su última inversión de peso fue un candado metálico con el que cerró las puertas.

Gastón tenía 12 años cuando hicieron las maletas juntos por última vez. Solo que en esa oportunidad los rumbos serían distintos. Alba, su madre, no encontró más opciones y decidió irse del país, probar suerte lejos, reventarse el alma en un lugar donde la vergüenza y el fracaso tuvieran testigos anónimos.

Él se quedaría en casa de Beatriz, la única tía, y su madre volaría a Madrid. El plazo para el reencuentro lo marcaba el dinero: cuando hubiera suficiente se reunirian de nuevo.

-Ya eres un hombrecito- le dijo su madre el dia de la despedida, con esa palabra que sonaba a trampa, a no se te ocurra llorar, a no hagamos una escena porque entonces nos quebraremos los dos- Eres fuerte y sé que entiendes que debo irme porque esto será lo mejor para ambos.

Gastón tenía los ojos enlagunados, pero había prometido que no lloraría.

-Prométeme que regresarás, ma.

-Te lo prometo.

Alba era una fiel militante de la alegría. Aunque a sus 29 años le habían caído encima varios aguaceros, ella siempre decía que la sonrisa era un buen salvavidas, que la ilusión era un motor más fuerte que el de un cohete espacial. No importaba cuán complicadas se pusieran las cosas; ella se sacudía, volteaba a ver a su hijo, sonreía y le decía: "No es tan grave, vas a ver que salimos de esta".

Pero aquel día, cuando se despedían, él se dio cuenta de que por primera vez su madre estaba fingiendo la sonrisa, los labios y la barbilla le temblaban, y la mirada era como una nube gris a punto de desplomarse.

-Anda, regalame un beso y una sonrisa- Le dijo Alba.

Y Gastón tuvo que fingir también. Se mordió el labio inferior. Se dejó abrazar, se dejó besar y luego vio el taxi partir.

No lloro. Ahí no. Era un hombrecito. 


Esa misma tarde, con un nudo en la garganta, se lanzó al agua en la clase de natación, y durante diez minutos nado con todas sus fuerzas, con todo su dolor. Cuando salió de la piscina un compañero le dijo: "Tienes los ojos rojos." Y Gastón mintió: "Es por el cloro"

El agua dejó de ser la razón de sus miedos y se convirtió en su desafío permanente para reaccionar cuando perdía el piso. A veces se exigía a sí mismo cruzar la piscina sin sacar la cabeza para tomar aire, llenaba sus pulmones al limite solo para demostrarse cuánto era capaz de resistir. Otras veces lloraba en el agua, como cuando se llora debajo de la ducha, y sus lágrimas escapaban sin que nadie pudiera descubrir su fragilidad.

La Lluvia sabe por quéWhere stories live. Discover now