1 La plenitud

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Está de pie. Aureliano clava su mirada con nitidez en los rayones esparcidos sobre el cuadro. Las texturas y colores convertidas en volumen. Mira el retrato terminado, otro intento de arte, piensa con frustración. La observa, recuerda la primera vez que vio a esa mujer, ahora estaba tan lejos de ella y, sin embargo, cuando termino el cuadro sintió que la conoció de nuevo. En ese espacio en donde el rostro de aquella mujer se une con trazos definidos con su cuerpo, en esa última línea precisa, Aureliano, el pintor, pudo reconocer más allá del sentimiento de insignificancia que le venía siguiendo, la plenitud de su ser.

La había visto hace tanto tiempo por única y primera vez, que, a veces, se preguntaba en medio de cualquier actividad cotidiana, si ella había sido real. Si no había sido un sueño el conocerla en medio del mundo y la casualidad, ahora todo parecía un sueño. Todas las cosas que había empezado a ver en ella, parecerían desvanecerse. Mira el cuadro de nuevo, ya había terminado. Tanta vida en ella, todas las líneas de su simetría se implantaban en colores vivaces, una irrealidad se enmarcaba en sus comisuras, que percibió con una tristeza rayana en la nostalgia que ese recuerdo no sería siempre tan brillante en su memoria, que esa mujer moría a cada pincelada fugaz que pintaba un primero de enero de 1968.

Aureliano empezó a experimentar un estado de incomodidad, le molestaba eso, el saber que incluso lo más bello que pudiera concebir con sus cuadros no tenía la potencia de trascender en el tiempo. Esa mujer había elegido un mal artista- pensó para sí mismo- no tenía la capacidad de catapultarla en la inmortalidad, y mucho menos, de encontrar su plenitud. Más allá de su cuadro, el sentimiento de hartazgo empezó a subir por la boca de su estómago, camino un poco más, prefirió asomarse a través de la ventana para distraerse. Entorno los ojos, en el exterior del complejo de departamentos, reconoció la marcha de la colectividad, un cúmulo de personas protestando en medio la plaza, el bullicio externo usual, observó las pancartas, en ellas estaban inscritos nombres desconocidos, ya no eran más seres humanos- pensó Aureliano- eran ahora una lista estruendosa y amplia de soldados desaparecidos o


muertos en Vietnam. Incorporó su vista, a lado de su ventana se observaba una pared de ladrillos, los arquitectos habían tenido un acierto que terminaba en un error, le dieron la mejor vista a la plaza pública en Washington, pero también, la peor vista a una pared de ladrillos rojos. Aureliano odiaba esa pared, no por razones de su gusto arquitectónico, que, para él, pese a ser pintor, esa nulo, era más bien por la metáfora simbolizada: no importa que concibiera el paisaje más hermoso del mundo en su lienzo, frente a esa pared de ladrillos, siempre se encontraba ese grotesco espacio que siempre terminaba separándolo de los ríos poéticos.

Aureliano incorporó de nuevo su mirad a la obra, de manera casi obsesiva se preguntó ¿Debó volver a pintar? Porque, a decir verdad, él no sabía nada de esa mujer. La había visto una única vez en su vida, su paso había sido tan breve, pero su recuerdo permanecía intacto, como si cada espacio diminuto de su cuerpo y rostro se hubieran clavado con vehemencia en su memoria poética. Pese a esto, la sensación de extrañeza le torturaba, él no sabía cuándo se había encontrado esa mujer con la plenitud de su ser, no sabía sus manías, sus déficits, su rostro al levantarse. No sabía nada de ella. Todas las interrogantes sobre ella, habían tardado gran parte de sus últimos meses resolverlos, y había descubierto con asombro y certeza que le había costado una docena de obras de artes intentar interpretar la finitud de su cuerpo.

1968:Nostalgia del espírituWhere stories live. Discover now