Tercera carta al Sargento Barnes

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Tercera carta.

1942

Brooklyn, Nueva York.


Hola, dulce Sargento Barnes. Nunca me cansaré de escribirte, de relatarte cada una de mis confesiones y mayores deseos para contigo. Un deseo mortífero para una joven que poco conoce de la vida, hacia alguien, como usted, que no dudo que me lleve cierta ventaja...

Aún recuerdo, como si de hace un par de horas se trataba, el ambiente gélido, el humo espeso del cigarrillo de los mujeriegos en busca de una presa fácil para esa noche, en aquel bar-restaurant de aspecto elegante pero repleto de una muchedumbre de almas oscuras y pecaminosas. Yo habitaba casi siempre en ese lugar, y de seguro se preguntará porqué lo hacía, siendo una jauría de demonios hambrientos. Una respuesta fácil he de relatarle, una taza, y a veces dos, de un café negro y humeante. En ocasiones, café irlandés, pero no podía darme ese lujo muy a menudo, el whiskey podía dañar mis cuerdas vocales.

Pero, de todas formas ¿quién tomaba café a tan altas horas de la noche? No era un secreto para nadie mi vida nocturna... Después de allí debía partir a las presentaciones en el otro bar cutre, cuando deseaba que fuera en ese mismo lugar, y justo en ese momento.

Acabé todo el líquido adictivo, dejando la marca de mis labios, gracias al labial carmesí, en aquella taza blanca e inmaculada, manchada con el odioso residuo del café y ahora rojo como la sangre en sus bordes. Eso me recordó que debía retocarlos, y antes de levantarme para marcharme, lo hice. Me tomé mi tiempo, sin saber muy bien porqué, quizás era la manía de verme bien en todo momento, de tintar mis labios y rizar mis pestañas, e incluso alborotar un poco más los bucles de mi cabello para darle un toque más pomposo.

Finalmente había terminado, y me dispuse a levantarme sobre mis tacones azul marino satinados, que hacían juego con el vestido que dejaba al descubierto mis hombros y llegaba hasta mis rodillas, delineando toda mi figura. Caminé entre las personas que bailaban al ritmo del jazz, intentando no tropezar con nadie. La música se detuvo, y la pista se dispersó un poco, las parejas se iban a sus mesas sonrientes, sin soltarse de las manos.

¡Oh! Cómo pensé en usted de forma fugaz, sus preciosos ojos se me antojaron pícaros y, al mismo tiempo, con un brillo de ternura y por sobre todo esa hombría que desbordaba de sus poros, sin dejar a un lado su porte caballeroso e impetuoso. Que ingenua, creyendo que todo era producto de mi atrevida imaginación, tan desvergonzada que me mordí los labios imprudentemente al imaginarlo completo delante de mí.

No, no fue mi imaginación, ¡estabas allí! Tan tieso como una estatua, pero tan perfecto como una escultura renacentista, con esa tez casi tan pálida como el mármol blanco. El corazón me rugió contra mis costillas, amenazando con descolocarse en cualquier momento. Tragué con fuerza, y dejé salir todo el aire suspendido en mi pecho. Pero a pesar de mi terrible manojo de nervios, no bajé la mirada, al contrario, se la sostuve, hasta que usted me dedicó uno de sus mejores retratos artísticos, digno de estar enmarcado e inmortalizado; al menos en mi cabeza, su esplendorosa sonrisa sigue allí intacta.

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⏰ Ultimo aggiornamento: May 21, 2016 ⏰

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