Prólogo

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La primavera por fin había llegado tras un duro invierno. La temperatura y el paisaje colorido transformaban aquel aburrido pueblo en algo único. Erien, un joven de ojos esmeralda y cabello negro, miraba con atención aquel paisaje a través de la ventana del autobús que utilizaba día tras día. El instituto más cercano estaba situado en una ciudad ubicada a seis kilómetros de distancia. Erien vivía en un insignificante pueblo donde jamás ocurría nada interesante y la rutina estaba a la orden del día. Él se había planteado en innumerables ocasiones marcharse a otro lugar con más vida, como ya habían hecho muchos jóvenes de su misma edad. A pesar de que aquella idea había pasado por su cabeza, no podía abandonar el pueblo a causa de los problemas de salud de su padre, ya que no había otra persona que pudiera atenderle.

Erien llegó a la parada de autobús y descendió los pequeños escalones con la mochila colgada del hombro. El conductor cerró las puertas e inmediatamente prosiguió con su trayecto. Faltaban pocos minutos para las tres y diez de la tarde. Su estómago comenzaba a rugir violentamente, como si no hubiese comido en varios días, y su cabeza solo pensaba en llenar su estómago de comida. Sin embargo, eso tendría que esperar; antes tenía que ir a comprar a la única tienda de comestibles del pueblo.

Tras una larga caminata, finalmente llegó a la puerta de la tienda, situada en una esquina de la calle principal. La tienda se trataba de un pequeño establecimiento de fachada vieja y desgastada. Erien atravesó la puerta y se acercó al mostrador, donde aguardaba una mujer que sobrepasaba los sesenta años. La mujer era la propietaria y conocía al chico de toda la vida, ya que le había visto desde muy pequeño cuando él acompañaba a su padre en sus compras.

—Buenas tardes, Erien —sonrió con amabilidad—. ¿Cómo se encuentra tu padre últimamente?

—Ayer tuvo uno de sus achaques; por suerte, esta mañana parecía sentirse mucho mejor.

—Deberíais mudaros a un lugar con más atención médica. En este pueblo carecemos de ella.

—No es la primera vez que se lo propongo, pero es demasiado cabezota y no atiende a razones.

—Mira quién habla, tú eres igualito a él —se rio entre dientes—. ¿Por cierto, qué necesitas?

—Tomates y lechuga.

La dependienta sustrajo una bolsa de papel marrón de debajo del mostrador, se volteó hacia una estantería de madera y se cubrió las manos con unos guantes transparentes. Cogió todo lo necesario y guardó lo que había pedido en la bolsa. Erien agarró la mochila, abrió un pequeño bolsillo de la parte lateral y rebuscó en el interior.

―Oh... Vaya ―dijo, buscando con más ahínco.

―¿Ocurre algo?

―Siempre suelo guardar la cartera en la mochila, pero parece que me la he olvidado en casa.

―No te preocupes. Llévate la compra.

―No puedo hacer eso. ―Erien se sintió avergonzado.

―Olvídate de eso. Cógela y vete ―insistió.

―Gracias ―le agradeció y cerró el bolsillo de la mochila.

Aun sin saber qué contestar, cogió la bolsa y después de despedirse de la mujer abandonó la tienda. Una vez fuera soltó un suspiro y empezó a caminar dirección a su casa. Mientras avanzaba por la estrecha calle, no podía olvidarse del hecho de que se había marchado sin pagar la compra. En los últimos días, estaba algo despistado. Él no solía olvidarse de sus cosas y mucho menos de algo tan importante como era la cartera. Aquel descuido había sido provocado a la falta de tranquilidad en su vida y eso había hecho mella en su ordenada cabeza.

El sendero a Oeria ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora