PRÓLOGO

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Mi vida cambió un día como otro cualquiera.
Estaba en el salón de mi casa, limpiando el polvo mientras escuchaba viejas canciones de Bob Dylan que sonaban en el antiguo tocadiscos del rincón. Tenía 16 años y una vida feliz, tranquila y sin sobresaltos. Es curioso como cuando estamos acomodados a algo no pensamos que todo puede cambiar en un solo instante. Tu vida se desmorona y tú ni siquiera eres consciente. No noté un vuelco en el corazón ni una intensa sensación de asfixia, como cuentan en las películas. Mis padres murieron y mientras yo, cantaba Blowin in the Wind totalmente ajena.

Hasta que el teléfono sonó y su agudo pitido se coló entre los acordes de la guitarra. Esa llamada trajo a mi vida el caos. El vacío.

Entonces fui consciente de que la felicidad es efímera. Que las personas vienen y van...y de que lo único permanente que hay es la muerte.

Cuando mi mundo se desmoronó, apenas hizo ruido.

Del siguiente año hay pocas cosas que recuerdo, pues el dolor dejaba poco espacio para lo demás. En momentos como ese te aferras a cualquier cosa que parezca sólida, duradera. Yo me agarré con todas mis fuerzas al miedo, a la rabia bullendo escondida dentro de mí.

Mis padres se enterraron un día de primavera en el que brillaba el sol. Y yo solo pensaba que debería llover, que era injusto que el resto del mundo siguiera su curso, inconscientes de que el mío se había parado. Fue muy duro y aún hoy no lo he superado. No tenía más familiares y me había quedado sola en un mundo que se me antojaba hostil y desconocido.

Y, de pronto, estaba en mi antigua habitación haciendo las maletas, con la cabeza agachada y las lágrimas anegando mis ojos. Evitando mirar a mi alrededor pues lo sentía como una despedida definitiva de mi vida, de la persona que antes era, a la vez que dejaba esa parte de mí que podría haber sido con ellos a mi lado. Graduaciones, barbacoas, cenas en el jardín...todo se había esfumado con una rapidez que me hacía dudar que hubiera existido siquiera.

No tuve ni el valor ni la fuerza necesaria para entrar en su habitación y cuando cerré con llave la puerta de la entrada, todo seguía igual que cuando vivían. Perduraría así en mi cabeza, como una fotografía antigua o un lugar congelado en el tiempo. La colada sin hacer, los platos del desayuno sin fregar y las fotografías de nuestras vidas colgadas en la pared. Y, aún hoy, todo sigue igual. Intacto.

Durante los dos años siguientes viví en una casa de acogida. Triste, vacía, exenta de risas y color. Pasaba la mayoría de las horas encerrada en mi habitación contemplando el techo, queriendo salir de ese agujero pero sin fuerzas para hacerlo.

Me convertí en una torpe caricatura de lo que había sido. Era incapaz de relacionarme con normalidad con lo demás, reprimía el recuerdo de mis padres y jamás hablé con nadie sobre ellos.

Y así fueron sucediéndose los días, confundiéndose unos con otros, mientras yo creaba mi propia burbuja de estabilidad en la que no dejaba entrar a nadie. Alejé a mis amigos y a mi novio por que en cierta forma los odiaba por lo que tenían...y por que me recordaban demasiado a mi vida antes del accidente.

La psicóloga a la que me obligaban a ir me diagnosticó estrés post-traumático y me recetó antidepresivos, que jamás tomé. Equivocadamente me había convencido de que no necesitaba la ayuda de nadie.

Un escritor dijo una vez que el mayor dolor no es el que mata de un golpe, sino el que gota a gota, orada el alma y la rompe. Y nada expresa mejor lo que yo sentí a partir de entonces, cuando me fui rompiendo poco a poco.

Fue un año muy duro. Y el siguiente que vino tampoco fue mejor.

Hasta que lo conocí.

Inventando a AlexiaWhere stories live. Discover now