Parte 1

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Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de


un árbol durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador.


Mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de adónde era y qué hacía


durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra


se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por


sólo que le diese estudio. Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también.


-Desa manera -dijo uno de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el


nombre de tu patria.


-Sea por lo que fuere -respondió el muchacho-; que ni el della ni del de mis padres sabrá


ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.


-Pues, ¿de qué suerte los piensas honrar? -preguntó el otro caballero.


-Con mis estudios -respondió el muchacho-, siendo famoso por ellos; porque yo he oído


decir que de los hombres se hacen los obispos.


Esta respuesta movió a los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo, como lo


hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella universidad a los criados


que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomás Rodaja, de donde infirieron sus amos,


por el nombre y por el vestido, que debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos días


le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio, sirviendo


a sus amos con tanta fidelidad, puntualidad y diligencia que, con no faltar un punto a sus


estudios, parecía que sólo se ocupaba en servirlos. Y, como el buen servir del siervo mueve


la voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era criado de sus amos, sino su


compañero.


Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos, se hizo tan famoso en la universidad, por su


buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y querido. Su


principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía


tan felice memoria que era cosa de espanto, e ilustrábala tanto con su buen entendimiento,


que no era menos famoso por él que por ella.

Sucedió que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios y se fueron a su lugar,


que era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a Tomás, y estuvo


con ellos algunos días; pero, como le fatigasen los deseos de volver a sus estudios y a


Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su


vivienda han gustado), pidió a sus amos licencia para volverse. Ellos, corteses y liberales, se


la dieron, acomodándole de suerte que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.


Despidióse dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que ésta


era la patria de sus señores); y, al bajar de la cuesta de la Zambra, camino de Antequera, se


topó con un gentilhombre a caballo, vestido bizarramente de camino, con dos criados


también a caballo. Juntóse con él y supo cómo llevaba su mismo viaje. Hicieron camarada,


departieron de diversas cosas, y a pocos lances dio Tomás muestras de su raro ingenio, y el


caballero las dio de su bizarría y cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería por Su


Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca.


Alabó la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las


holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas


comidas de las hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo;


venga la macarela, li polastri e li macarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del


soldado y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de


los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de la minas, con


otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la


soldadesca, y son la carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien


dichas, que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear y la voluntad a


aficionarse a aquella vida, que tan cerca tiene la muerte.


El capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia,


ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si quería, por


curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa y aun, si fuese necesario, su bandera, porque su


alférez la había de dejar presto.


Poco fue menester para que Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un instante un


breve discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes y otras diversas tierras y países, pues


las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos; y que en esto, a lo más largo,


podía gastar tres o cuatro años, que, añadidos a los pocos que él tenía, no serían tantos que


impidiesen volver a sus estudios. Y, como si todo hubiera de suceder a la medida de su


gusto, dijo al capitán que era contento de irse con él a Italia; pero había de ser condición que


no se había de sentar debajo de bandera, ni poner en lista de soldado, por no obligarse a


seguir su bandera; y, aunque el capitán le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí


gozaría de los socorros y pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría licencia todas


las veces que se la pidiese.


-Eso sería -dijo Tomás- ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y así, más


quiero ir suelto que obligado.


-Conciencia tan escrupulosa -dijo don Diego-, más es de religioso que de soldado; pero,


comoquiera que sea, ya somos camaradas.

El Licenciado VidrieraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora