Tierra, humedad y pintura

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Pinté para bares, boutiques de ropa que se decía traída de Francia, peluquerías y otros tantos. Al caer el sol, sentí que en lugar de pisar el suelo, mis pies flotaban por sobre la plaza Independencia. Estaba embargado de una sensación de seguridad y autocomplacencia como nunca antes. Ah, si tan solo mis padres pudieran verme a mí, el hijo tarado, el que los enfrentó a la negación de la calidad de su estirpe, caminar como un hombre realizado, con los bolsillos y las medias llenas de billetes.

Antes de dormir, repetí lo que sería mi ritual durante varias semanas: lustrar mis zapatos hasta hacerlos brillar como diamantes, cosa que nunca vi.

No me permitían ponerme en puntas de pie como una bailarina, o correr grandes distancias como un atleta. Tampoco estaban diseñados para resistir las inclemencias del terreno, o para rodar como una bicleta. Eran zapatos de señor, para lucir y degustar cada pisada.

Cada calzado tiene su misión y su personalidad. Esto lo saben los que prestan atención y gustan de llevar y no ser llevados por la vida. Si no me creen pregúntenle a un maratonista si el día de la carrera usa el primer par que encuentre a mano. Pregunten a la prima ballerina qué tan importantes son sus zapatillas de punta para una presentación. Pregunten a quien patina, a quien trata de pasar desapercibido al llegar tarde a su hogar, al que zapatea y así, uno por uno, verán que cada persona tiene su preferencia, y que cada calzado tiene su personalidad.

La vida me llevó a este razonamiento ahora que soy un hombre de bien a los ojos de mis compatriotas. Dénle al petiso un poco de charol importado, y será un petiso con clase. No me malinterpreten, lo que explico va más allá de lo físico, es casi espiritual. Nunca antes lo había sentido, pero puedo jurar que aquellos dos que me regaló mi tía tenían algo metafísico.

Lo que me hacía más atractivo a los ojos de los demás no era el simple brillo de algún buen producto sobre algún buen zapato, era la compañía. Como si a mi lado iría el aura de su portador, enigma que me quitó el sueño durante muchas noches.

Al principio me sentí afortunado, se me había pegado la energía de quién sabe qué hombre ilustre. Pero en un punto debía sincerarme y admitir que ningún héroe nacional pudo haber calzado mi número.¿Le habrá pertenecido a algún destacado de otro país? Siempre me dio curiosidad la vida más allá de nuestras fronteras.

De esta forma me debatía en absurdos pensamientos mientras el dinero que guardaba dentro de mi almohada desgastada crecía con cada nuevo encargo. Pronto pude comprarme un sombrero para los días de sol y varios pares de medias para proteger a mi acompañante negro.

Un cierto día amanecí agitado. Una pesadilla me devolvió a la húmeda realidad de las sábanas empapadas de sudor. El verano se encontraba en sus mejores días, golpeando con fuerza a los desprevenidos. Fui al baño a lavarme el rostro para refrescarme y volví con pereza. La poca somnolencia que me quedaba se esfumó en un parpadeo. Mis queridos zapatos lucían sucios y no había luz que les diera brillo. ¿Cómo podía haberme olvidado de ellos que tanto me dieron últimamente? Les pedí perdón, sí señores, lo hice y los acaricié con mi mejor gamuza mientras cantaba los fragmentos que sabía de algunos tangos.

Ese día fui a trabajar con un sentimiento distinto. Era como si una parte de mí no deseara hacerlo y en su lugar preferiría divertirse de otra forma. Por más que lo intenté, no pude recordar mi pesadilla y, a falta de una mejor opción, decidí culparla de mi falta de concentración.

No sé si fue el sudor que escapó a la barrera de mis cejas y se infiltró en mis ojos, o lo antedicho, lo que me llevó a cometer mi primer error en mucho tiempo. Una letra mal colocada podía borrar toda la buena reputación ganada en una vida. Tuve que volver a pintar, haciendo un esfuerzo descomunal por mantenerme centrado en mi trabajo. Fue la primera vez de mi vida en la que no me sentí tan Juan.

A medida que regresaba a mi hogar, tarareando Por una Cabeza para recomponer el humor, me di cuenta de que mis pies ya no coordinaban como antes. Un par de veces tropecé con pequeñas irregularidades del terreno o estuve a punto de equivocar la dirección. Si tuviera un trabajo seguro, hubiera pensado que era hora de tomar unas merecidas vacaciones, pero en mi caso, solo debía restaurar mi equilibrio culpando al gobierno y su mala administración de los espacios públicos.

Pocas cuadras antes de llegar a mi pensión, vi cómo los obreros trabajaban para construir un gran edificio donde por mucho tiempo hubo un terreno baldío. La tierra volaba hacia todos lados gracias al viento que se había desatado para anunciar una gran tormenta.

Apuré mis pasos y me relajé. La humedad de las paredes hacía estragos con mi alergia, pero no estaba dispuesto a regresar al campo, donde vivía mi hermana mayor en la casa de mis difuntos padres. Ella estaba casada y tenía varios hijos, ninguno de los cuales me conocía porque desde que nos quedamos solos, se autoproclamó hija única y me dio una parte de mi herencia, una limosna de todo lo que me correspondía. Aun así, no me quejé. Estaba ávido de nuevas experiencias y la ciudad nos abría las puertas a los soñadores dispuestos a trabajar. Mi lugar era aquí, pero no dentro de las cuatro paredes que me aprisionaban y asfixiaban cada noche.

Al día siguiente volví a encontrar a mis zapatos descuidados. Pasé los dedos por el charol y una delgada capa de polvo se adhirió a ellos. La tormenta debió haber llevado tierra hacia mi ventana, esa era la explicación. Los limpié y salí resuelto a concretar todos los encargos de ese día y conseguir más para los siguientes.

Uno de ellos, era para una cafetería moderna pronto a inaugurarse en pleno centro. Mientras me deleitaba con la música de Gardel que sonaba en el tocadiscos, escuché la conversación de un par de hombres horrorizados por un asesinato reciente. Traté de entender de qué se trataba, pero el tango fue más convincente y elegí estar del lado bello de la vida. Ahora que era un petiso con trabajo, dinero y muy buenas prendas, tenía todo el derecho de sentirme parte del sector privilegiado de la vida. Quién sabe, pensé, tal vez algún día mi historia podría inspirar a otros en mi misma condición. Si todo salía bien podría llegar a adquirir una imprenta y darles trabajo los de mi especie...

—¡Cuidado Juan!—gritó mi empleador.

Reaccioné tarde. Había estado tan absorto en mi propia cabeza que no presté atención a los escalones y di un paso en falso que terminó conmigo en el piso y la pintura roja derramada sobre la vereda con el piso de mosaicos recién colocado.

El impacto fue tan ruidoso que un montón de curiosos se acercaron a verme, algunos con una expresa intención de burla y otros con auténtica preocupación. Mi primer impulso fue verificar el estado de mis zapatos. Por suerte no fueron salpicados pero igual me dispuse a limpiarlos al acto con la manga de mi camisa. La gente me decía cosas pero no lograba comprenderlas, estaba asustado y nadie entendía si todo lo rojo era solo pintura, pero lo era. Luego, la preocupación mutó por un enfado atroz por parte del dueño que me obligó a limpiar todo y hacer el trabajo gratis. No tuve opción.

Esa noche arrastré los pies hasta mi casa. Juan nunca cometería semejante estupidez. Juan ya no era yo, y los zapatos se resistían a mis pies de nuevo, como si el sirviente rechazara a su amo por ser indigno.

Al día siguiente, aprovechando que no tenía ningún trabajo por hacer, decidí visitar a mi tía. Le llevé un par de masitas de la panadería en compensación por todo lo que comí durante el pasado encuentro.

—Tía —me animé a confesarle mis inquietudes—. ¿Usted sabe a quién le pertenecían estos zapatos?

—No —contestó rápidamente—. Tu tío manejaba esos asuntos, yo solo los acomodaba para la exhibición.

—Es que necesito saberlo. Solo usted puede ayudarme.

Negó con la cabeza y tomó el sorbo final de su mate produciendo un ruido concluyente a modo de punto final. Volví desesperanzado, mi última oportunidad de saber que todo lo que sentía no estaba solo en mi cabeza se había esfumado. Dormí agotado, como quien se resigna ante el hecho de que la vida es un laberinto sin salida en el que se entra sin quererlo.

Los primeros rayos del sol fueron a dar en mi rostro una vez avanzada la mañana. Me desperté para comprobar que mis zapatos seguían sucios. Miré a la almohada con duda, había llegado el momento de usarla.


El caminante de mis zapatosWhere stories live. Discover now