—Haz que pase —escuchó que decía la voz de Zaira desde dentro.

—Adelante —le indicó la sirvienta educadamente, abriéndole la puerta por completo y apartándose para que él pudiera entrar.

Fred entró en el interior del despacho y vio como la mujer cerraba la puerta tras de sí. Entonces, recorrió el despacho con la mirada, era increíblemente espacioso, y e encontró a la morena sentada en un gran sillón de cuero negro, detrás de un escritorio de lujosa madera de caoba, con una pluma entre los dedos de la mano.

—Tu casa es enorme, estoy impresionado —comentó él con una sonrisa—. A tu padre debe de costarle mucho dirigir un lugar tan amplio —rio levemente—, y a los sirvientes mantenerla limpia —añadió por lo bajo.

—Soy yo quien la dirige —le contradijo ella desde su asiento y sin levantar la vista de los pergaminos que había esparcidos sobre el escritorio—. Pero sí, es muy difícil de dirigir, por eso es que estás aquí, Fred —anunció, elevando ligeramente la mirada para observarlo—. A partir de ahora me ayudaras a dirigir mis terrenos. Estoy ocupada con mi trabajo y no tengo el tiempo necesario para hacerlo como es debido.

A Fred pareció costarle procesar la información. 

—¡Es imposible! No puedo hacerlo —replicó él, confuso—. Es decir, jamás he hecho algo así antes, no podría hacerlo bien. 

—Pero tenías y dirigías una tienda cuando estabas vivo —señaló ella con el ceño fruncido.

—Son cosas muy diferentes, no puedo hacerlo —negó varias veces con la cabeza—. De esto debería encargarse alguien de tu familia.

—No tengo familia —siseó con un tono tan frío que a él le dolió. 

Fred palideció. No podía creérselo. Era imposible que ella no tuviera familia. Bueno, era posible, pero le resultaba extraño. No podía ser que ella viviera sola en aquella enorme mansión sin más compañía que un puñado de sirvientes. No podía ser que ella no tuviera a nadie a su lado. No supo que contestar, aunque ahora que lo pensaba, él le había hablado en diversas ocasiones de su familia, aunque fuera para contar anécdotas, pero ella jamás había dicho nada sobre la suya... Ahora por fin entendía porqué había sido. 

—Lo siento, no tenía ni idea —susurró, bajando la mirada.

—Lógico, no te lo había dicho —murmuró, nuevamente, fría.

Zaira estaba actuando demasiado distante y Fred se daba cuenta. Había esperado que la barrera que le había parecido que había puesto el día anterior hubiese desaparecido, incluso que sólo hubiese sido un producto de su imaginación. Pero no era así, la barrera cada vez parecía más sólida y alta, parecía que nunca sería capaz de atravesarla.

—Siéntate, te explicaré lo que tienes que hacer —le señaló las sillas que se encontraban delante del escritorio—. A caso que hayas cambiado de opinión y ya no quieras mi ayuda para regresar a al mundo de los vivos —continuó con una sonrisa cruel en los labios.

Aquella no era la chica por la que Fred sentía algo, no era ella. Esa no era su sonrisa. Esos no eran sus ojos. Ese no era su tono de voz. Esa no era su forma de tratarlo. Era como si se la hubieran cambiado de la noche a la mañana. Pero obedientemente se sentó en una de las sillas, observándola con la esperanza de que en cualquier momento ella volviera a ser la misma y esa actitud solo fuese una broma.

—Muy bien, comencemos —fijo la mirada en él—. Más vale que te enteres a la primera, pues no lo explicare dos veces —siseó mientras ordenaba un par de papeles de la mesa.

El pelirrojo no dijo nada, escuchó atentamente todas sus explicaciones, aunque había cosas que no llegaba a comprender; sin embargo, por alguna razón, tenía miedo de abrir de abrir la boca y preguntar. No soportaba como ella se estaba dirigiendo a él. Tan fría, tan distante, tan cortante, como si lo odiara, como si quisiera que se marchara. Y eso lo estaba desesperando. ¿Había hecho algo mal a caso?

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