Capítulo 1: Una misión desesperada (Andy)

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   —¡A despertarse, ratas de arena!

Me incorporo tan repentinamente que me golpeo la frente con los hierros que sujetan la cama de arriba. Nunca me acostumbraré a esta forma de despertar.

Me siento en la cama, me ato las botas y me levanto, esforzándome en que no se me doblen las rodillas, y así mantenerme erguido, como el resto de hombres de la sala.

Son hombres de todas las edades, razas, religiones y orígenes; sólamente comparables en la vestimenta: una camiseta verde militar y unos pantalones de deporte del mismo color.

Uno de nosotros, el más jóven y el último en llegar a la base, tarda unos segundos más de lo que al teniente Conant le parece adecuado, y ya le está despotricando barbaridades a grito pelado.

—¡Firme, estúpido maricón hijo de puta!

Que vocabulario más bonito, ¿verdad? Pues el grito hace que me piten los oídos, y eso que estoy a metros de él. No quiero ni imaginar por lo que estará pasando el novato.

El jóven se coloca en posición, ya con la frente perlada de sudor. No puedo evitar empatizar con él, pues una vez estuve en su misma situación.

—Muy bien, ratas—dice el teniente Conant mientras se pasea a lo largo de la sala, con las manos entrelazadas a su espalda y la espalda erguida—. Las reglas van a cambiar. Hace tiempo que estamos a contrarreloj. La Capa lleva en descenso precipitado dos años, pero hay indicios de que este fenómeno se va a acelerar más aún de lo previsto. Hace un mes el hemisferio sur se convirtió en un desierto colosal. Y lo mismo ocurrirá con el norte... si no hacemos algo al respecto.

»Esta misión se está desarrollando en todos los países supervivientes. Los expertos más brillantes del mundo ya están buscando una solución a toda esta mierda.

El teniente hace una breve pausa para dejar que procesemos sus palabras. Los rostros de mis compañeros muestran desconcierto, preocupación, algunos consiguen mantener un rostro inexpresivo. Pero hay algo que casi es tangible en el ambiente: el miedo a la extinción.

Conant se para en la puerta de la habitación, a mi derecha.

—Lo que os vengo a decir, mis roedores, es que se necesita ayuda. No vuestra, por supuesto. Todos aquí sabemos que sois unos inútiles descerebrados. Lo que requerimos de vosotros son contactos. Amigos, familia, algún conocido, el tipo con corbata que os encontrasteis en el tren un día hace más de dos años; cualquiera que pudiera ser de ayuda, que pueda ser útil para algo, no como vosotros.

Ignoro su insulto para pensar en la verdadera intención de sus palabras. Piden ayuda. Necesitan ayuda. No los tenientes de la base, ni ningún militar. Todos. Necesitamos ayuda.

Supongo que sospechaba que algún día pasaría esto, que los peces gordos todavía vivos nos pedirían ayuda a nosotros, las «ratas de arena», tal como Conant tiene la amabilidad de llamarnos.

Sin embargo, y por mucho que lo piense, no recuerdo a nadie que fuera de utilidad en ésta, la única misión que importa ahora. Al menos, nadie con vida. A no ser...

No. Imposible. Llevan solos allí más de dos años. Si no han muerto de sed, lo han hecho de hambre. Seguro. Sin embargo, no me puedo quitar la idea de la cabeza.

Las palabras salen de mí antes siquiera de poder morderme la lengua:

—¿Me permite una pregunta, teniente?

El teniente se vuelve hacia mí y da dos pasos en mi dirección.

—¿Qué quiere, Hitler?—Mi apellido no, por favor.

La Edad de Arena 1.- La CapaDove le storie prendono vita. Scoprilo ora