1. Orden y Caos

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Un paso. Otro paso. El truco estaba en colocar un pie delante del otro. Avanzar metro a metro, centrarse en avanzar y no pensar, por ejemplo, en la maldita sed que tenía.

Casandra se tambaleó y tuvo que apoyarse en la pared de uno de los mausoleos del cementerio particular del Castillo del Saber. Aquello no era simple sed. La sed se había aliado con el hambre y habían sumado las características negativas y demenciales de ambas. Aquella sedhambre se colaba en su cerebro como hierro fundido y se lo reducía a un amasijo de sinsentidos e instintos. El cuerpo le exigía saltar sobre cualquier ser vivo y sacarle toda la sangre. Pero a su alrededor... mucho mármol blanco desgastado por el tiempo, césped sobre tierra caldeada, un vampiro tan exiguo de energía como ella y el Conde.

El Conde era... suponía que humano. Casandra no tenía experiencia identificando razas gracias al oído y al olfato agudizados y otros sentidos nuevos que no sabía cómo denominarlos con una sola palabra, pero a ratos alcanzaba a escuchar su corazón, que mantenía el mismo ritmo hicieran lo que hiciesen sus piernas. Si le latía el corazón, no era vampiro. No mostraba terror por la noche y a los vampiros (o los híbridos de ellos), de modo que descartó que pudiera ser vania. Y físicamente no se parecía en nada a un licántropo en forma humana. Según sus conocimientos, el Conde era humano, pero no sentía la tentación de saltar sobre él para sorberle la sangre. En cuanto a la sedhambre, aquel hombre era como una estatua de mármol viviente.

Una pared enorme, con ventanas en lo alto, y torre más alta aún, se acercaba entre las tumbas. Casandra no estaba como para fijarse en detalles. Las piernas le flaquearon, pero una fuerza en su interior le dijo que la única forma de encontrar sangre sería seguir a aquel hombre. Afianzó las rodillas, se apoyó brevemente en el regazo de una estatua y continuó avanzando.

Pablo, tan desastrado que daba grima, le lanzaba breves miradas, seguramente para asegurarse de que siguiera colocando un pie delante del otro. Al cruzarse con sus ojos de irises de rojo enfermizo, rodeados del blanco enrojecido, que le daba un aspecto aún más diabólico, recordó la pelea de la tormenta. La que habían tenido después de dejar Dalia, no aquella en la que casi se habían masacrado mutuamente y que, muy posiblemente, no hubieran sido ellos. El vampiro ya no le daba miedo, asumió que se debía a que ella tenía tanta sedhambre como él. Bueno, quizás un poco menos si tenía en cuenta que no había completado la transformación. Su corazón todavía latía, a ratos.

–Dado su estado, no los llevaré por la puerta principal. Ya tendrán la oportunidad de ver aquella zona cuando se recuperen –anunció el Conde.

Una parte de la mente de Casandra quiso dar las gracias automáticamente, pero no llegó a mover los labios resecos. Sabía que, si intentaba hablar, le saldría algo poco civilizado. Sin duda, prefería alucinar.

El Conde los llevó hasta la enorme pared. Casandra no se sorprendió por ello, le parecía muy lógico que de repente se descubriera una puerta camuflada. Pero lo que sucedió fue mucho mejor. Los bloques de piedra gris claro chirriaron al moverse por sí solos, girar y reagruparse, no para formar un pasillo, sino para crear una escalera en la pared que los llevara directamente al primer piso.

–Pocos invitados tienen el privilegio de ver con sus propios ojos lo que pueden hacer los muros del Castillo del Saber –comunicó el Conde ascendiendo el primero–. Pero un preciado amigo me ha hablado de ustedes, por lo que les daré ciertos privilegios –añadió volviéndose a medias hacia ellos, mientras el muro se excavaba por si solo entre dos ventanas hasta dejar salir una luz cálida.

Casandra dejó caer sobre él una mirada cansada. Si quería que apreciara los detalles que tenía en deferencia a ellos, tendría que ayudarla a recuperar su humanidad. Subieron los improvisados escalones, ellos dos casi a gatas, y entraron en un salón agradable. Había temperatura y luz cómodas, muebles de aspecto confortable y, por cómo le picó la nariz y le salivó la boca, el líquido rojo de las jarras transparentes de la mesa era sangre. Pablo se adelantó con ímpetu, pero logró detener la mano antes de agarrar el recipiente. Taladró al anfitrión con mirada ansiosa y demencial, pero también algo suplicante.

Lirio de Sangre - 4 - MetamorfosisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora