Don Croce . 1947 pt2

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La matanza de Portella delle Ginestre conmovió a toda Italia. Los periódicos denunciaron en sus titulares aquella horrenda carnicería de mujeres y niños inocentes. Hubo quince muertos y más de cincuenta heridos. Al principio se creyó que todo había sido obra de la Mafia, y el propio Silvio Ferra, en sus discursos, atribuyó la hazaña a Don Croce. Pero el Don ya estaba preparado. Miembros secretos de los «amigos de los amigos» juraron ante los magistrados haber visto a Passatempo y a Terranova tendiendo la emboscada. Las gentes de Sicilia se preguntaban por qué Giuliano no negaba aquella atroz acusación en una de sus famosas cartas a los periódicos. El bandido guardaba un silencio muy impropio de él.

Cuando faltaban dos semanas para las elecciones, Silvio Ferra tomó su bicicleta, para trasladarse de San Giuseppe Jato a Piani dei Greci. Bordeó el río Jato y rodeó la falda del monte. Por el camino, se cruzó con dos hombres que gritaron para que se detuviera, pero él aceleró el pedaleo. Miró hacia atrás y vio que le seguían. Pronto les dejó rezagados y, al llegar a Piani dei Greci, ya les había perdido de vista.

Ferra se pasó tres horas en la Casa del Pueblo con otros dirigentes socialistas de la zona. Cuando terminaron, ya era el crepúsculo, y él quería regresar a casa antes de que oscureciera. Atravesó la plaza principal del pueblo, montado en la bicicleta y saludando cordialmente a algunos conocidos. De repente, se vio rodeado por cuatro hombres. Silvio Feria reconoció en uno de ellos al jefe de la Mafia de Montelepre y lanzó un suspiro de alivio. Conocía a Quintana desde niño y sabía también que la Mafia procuraba no irritar a Giuliano en aquella zona de Sicilia y no quebrantar sus normas sobre las «ofensas a los pobres». Por eso, al ver a Quintana, le saludó con una sonrisa y le dijo:

—Estás muy lejos de casa.

—Hola, amigo mío —le contestó Quintana—. Te vamos a acompañar un rato. No armes jaleo y no te pasará nada. Sólo queremos discutir un asunto contigo.

—Lo podemos discutir aquí —respondió Ferra.

Experimentó un primer estremecimiento del mismo pánico que había sentido en el campo de batalla durante la guerra, pero que él sabía dominar muy bien, lo cual evitó que en ese momento cometiera una imprudencia. Flanqueándole, dos de los hombres le agarraron por los brazos y le empujaron hacia el otro lado de la plaza.

La bicicleta rodó sola un momento, y después cayó al suelo.

Ferra observó que los vecinos, sentados a la puerta de sus casas, se habían dado cuenta de lo que ocurría. Estaba seguro de que alguien acudiría en su ayuda. Pero la matanza de Portella les había sumido en el terror, quebrantando su temple, por lo que nadie emitió un solo grito de protesta. Silvio Ferra clavó los talones en el suelo e intentó volverse hacia la Casa del Pueblo. Incluso a aquella distancia, distinguió en la puerta a algunos de sus compañeros del partido. ¿Acaso no veían que estaba en dificultades? Sin embargo, nadie se movió de aquel rectángulo de luz.

—Ayudadme —gritó.

Pero no hubo la menor reacción. Y Silvio Ferra se avergonzó profundamente de ellos.

Quintana le dio un brusco empujón.

—No seas tonto —le dijo—. Sólo queremos hablar. Acompáñanos y no armes jaleo. No vayamos a lastimar a tus amigos por tu culpa.

Ya casi había oscurecido y la luna brillaba en el cielo. Notó el cañón de un arma en la espalda y comprendió que si de veras hubieran querido matarle, lo habrían hecho allí mismo, en la plaza. Liquidando, además, a cualquiera que acudiese en su ayuda. Tal vez no quisieran matarle: había demasiados testigos y algunos habrían reconocido sin duda a Quintana. En caso de que forcejeara con ellos, podían asustarse y disparar. Era mejor esperar a ver.

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