En su lugar, había un colgante ovalado de aspecto antiguo, de esos que se abren por la mitad y esconden dos minúsculas fotografías.

 —Es precioso, Kyle.

 Era un objeto elegido con buen gusto, seguramente procedía de un anticuario, acarreaba las señales del tiempo y de las manos que lo habían tocado, de las mujeres que lo habían lucido.

 —Ábrelo —dijo él.

 Eleanor accionó el mecanismo y el colgante se abrió como un libro pequeño. En su interior sólo uno de los dos espacios para las fotografías estaba ocupado. Era la copia en miniatura del retrato que Kyle había fotografiado en la National Potrait Gallery de Londres.

 Eleanor sonrió, pero era una sonrisa triste.

 —¿Por qué tengo la sensación de que esto es un regalo de despedida en vez de uno de cumpleaños? —le preguntó.

 Kyle esperaba aquella pregunta. Días atrás, mientras daba vueltas al regalo, él había pensado lo mismo. Quería regalarle algo para que le recordase, algo importante pero que, de alguna forma, lo exculpase sin que su amor fuera puesto en duda.

 —Vamos a dar una vuelta. Mar adentro, lejos de todo —le dijo, acariciándole la mejilla.

 Se dio la vuelta y puso el barco en marcha. Éste se limitó a vibrar sutilmente, con un ligero ronroneo. Eleanor se sentó en uno de los sofás y se giró para mirar por una escotilla, mientras esperaba que Kyle maniobrase y abandonase el puerto.

La sensación de alejarse de tierra firme y surcar las olas le producía escalofríos y le entraban ganas de no regresar nunca más. Eleanor salió al exterior para contemplar las olas y también la costa, que se hacía cada vez más pequeña. Llevaba el colgante aferrado entre los dedos, luego se lo puso y lo escondió bajo el jersey. Cerró los ojos para sentir mejor el viento helado en su cara.

 —¿No tienes frío? —le preguntó Kyle a sus espaldas, cuando pasó un rato. Había reducido la velocidad y había puesto el piloto automático para que el barco mantuviese una velocidad constante. La rodeó con sus brazos, rozándole la mejilla con la suya propia y los dos juntos contemplaron la extensión azul que, con cada ola, parecía hablarles de libertad.

 Eleanor, tiritando, se giró para mirar a Kyle.

 Kyle la besó y ella lo estrechó con fuerza, obligándole a continuar, mordiéndole los labios, recorriéndolos con la lengua, como si fueran de caramelo. Lo sintió estremecerse y por fin fue capaz de reconocerlo, de captar sus emociones: estaba enamorado, estaba triste, estaba enfadado.

 —Me gusta el colgante. Lo llevaré siempre conmigo —le susurró al oído mientras él le besaba el cuello, desabrochándole la chaqueta.

 —Es sólo un objeto —respondió él, abrazándola con fuerza—. Si pudiera ponerme en su lugar, estar cerca de tu corazón, sobre tu piel, entonces sería feliz.

 Bajaron a la zona de los dormitorios después de que Kyle apagará el motor y echase el ancla. Eleanor no apreció el lujo que la rodeaba, el pequeño pasillo de maderas oscuras, los acabados caros, las numerosas habitaciones, como si fuera un piso espacioso.

 Delante de ella sólo veía a Kyle, que la llevaba de la mano. Las dudas desaparecían, las sombras se retiraban a los rincones de su alma, todo aquello al margen de ellos dos dejaba de existir.

 Eleanor dejó que Kyle la desvistiera despacio, tumbada sobre una cama enorme recubierta por una colcha celeste. La habitación olía a madera y se balanceaba suavemente, moviéndose al compás de las olas.

Kyle le acarició la piel con los labios, haciéndola gemir. Se detuvo varias veces para contemplarla desnuda, y le sonreía como si estuviera viendo algo muy especial. Ese día estaba muy callado, quizá tenía miedo de qué, sí abría la boca para hablar, recordaría quién era, de dónde venía, lo que le esperaba. O quizá era su corazón, que sofocaba las palabras y se limitaba a latir, a latir por ella.

Die TogetherWhere stories live. Discover now