Eleanor asintió y se acercó.

 —Veamos, díctame las faltas de Harries, dime las fechas exactas.

 Mientras recorría con el dedo las líneas horizontales del listado, Eleanor pensó que aquella tarea era completamente inútil. Desde principio de curso, Kyle Harries no había ido a clase casi nunca. De hecho, ella nunca lo había visto. Se limito a dictar las fechas a la Santoro sin hacer preguntas.

 —Se está pasando —comentó la profesora, mientras escribía con rapidez —. Sé que repitió un año en su antiguo instituto. Si sigue así, tendremos que avisar a la familia.

                                                            ***

 Le gustaba el instituto desierto.

 Eleanor caminaba por los pasillos y escuchaba el resonar de sus pasos sobre las baldosas. Las puertas estaban cerradas, las luces apagadas, el silencio envolvía el pasar del tiempo y discurría sin la obligación de marcar las horas con un timbrazo automático. Era agradable pensar que aquellas habitaciones, aquellas sillas gastadas, continuaban existiendo aun cuando nadie las veía.

 Acabó de comerse el bocadillo que había comprado en el bar de enfrente del instituto y siguió las indicaciones de la profesora. La escalera estaba al fondo del segundo piso. Normalmente, un banco situado delante del primer escalón impedía el acceso, pero ahora había sido retirado.

 Las habitaciones del tercer piso servían para almacenar y archivar los trabajos de los estudiantes, sobre todo aquellos realizados para los exámenes finales del último curso, y para guardar las grandes escenografías diseñadas para la obra de teatro anual.

Se respiraba un olor a polvo, pintura seca y arcilla. Eleanor inspiró con fuerza y se sintió en su salsa. La única puerta abierta, en mitad del pasillo a oscuras, dejaba pasar una rendija de luz, indicándole la localización de la profesora Santoro.

 —Hola, Eleanor —le dijo cuando la escuchó llegar. Estaba luchando contra un montón de cartulinas enrolladas que se retorcían como anguilas y no paraban de caerse del escritorio—. Éste es nuestro pequeño museo —le explicó, divertida.

 Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías hasta el techo. En sus baldas había esculturas apiñadas en varios tamaños, planchas de bajorrelieves, grabados en cobre y otros muchos cachivaches no identificados.

 La cuarta pared estaba ocupada por dos ventanas desde las que se divisaba el mar.

No era la pequeña franja que se veía desde la terraza de su casa, marcada por las antenas de televisión, sino una gran extensión de agua que llagaba hasta el horizonte.

 —Es precioso, ¿a que si? —comentó la profesora siguiendo su mirada—. Siempre he pensado que es una verdadera pena no utilizar estas habitaciones como aulas.

 —Puede que nuestras obras de artes se merezcan una vista hermosa más que nosotros —replicó Eleanor, y la Santoro se echó a reír, creyendo que estaba de broma.

 —Pongámonos a trabajar y en un par de horas habremos acabado. Hay que seleccionar las cosas más viejas para tirarlas y hacer sitio a las nuevas. Para las cartulinas tenemos ese archivador con láminas protectoras de plástico —le explicó—. Tira al suelo los trabajos que tengan más de cinco años. Y también los que te parezcan horripilantes —añadió, guiñándole el ojo.

 Eleanor selecciono una pared y comenzó a revolver en los estantes más bajos. Llenándose de inmediato las manos de polvo.

 Arrojó casi todo en medio de la habitación; muchos trabajos databan antes del año 2000, llevaban la firma de chicos que ahora ya serían adultos, tendrían una carrera, se abrían casado. Imaginó que tipo de personas podrían haber sido de adolecentes y, por un segundo, fue como si escuchara sus risas, conservadas en aquellos pasillos para siempre.

 —Si pudieran hablar —dijo Eleanor—, sabríamos la historia de todos los antiguos alumnos. Sus amores, sus penas.

 La Santoro alzó la vista para mirarla.

 —Te parecerá extraño, pero en mi trabajo he aprendido que, en el fondo, los chicos son todos iguales —comentó—. Las generaciones pasan pero los amores y las penas son siempre más o menos los mismos.

 «No para todos», pensó Eleanor. Y se dio cuenta de cuán anónimos los estudiantes debían de parecer a los profesores, los unos sentados en sus pupitres y los otros entronados en su tarima. Cada uno de ellos no era más que un apellido, una nota, un recorrido de cinco años que terminaba apresuradamente, puede que sin dejar rastro. «El tiempo todo lo borra. El tiempo todo lo cura. Y también captura los peores momentos como si fueran pequeñas gotas de ámbar», pensó con amargura.

Las esculturas eran horripilantes. Mascaras deformes de mirada vacía que Eleanor eliminó sin piedad. Seguro que ningún escultor había salido de aquel instituto. A veces, la arcilla se deshacía entre las manos por los puntos más frágiles: nariz, orejas, labios.

 En el fondo de un estante, oculto entre el polvo y la penumbra, Eleanor encontró algo interesante: una pequeña tortuga que parecía de verdad, congelada en el blanco de la escayola, con las patas rugosas y las uñas trabajadas al detalle. Le dio la vuelta y vio que tenía grabado en la panza lo siguiente: El tiempo todo lo da y todo lo quita, Giordano Bruno. L.D. 1997 5°C».

 Sin preguntar a la profesora, que quizá no lo hubiera permitido, desempolvó la tortuga con delicadeza y se la metió en el bolsillo de la sudadera. Le pareció un buen presagio, un amuleto para su nueva vida.  

 Las dos horas pasaron lentamente y, cuando por fin terminaron, el sol se estaba poniendo. Eleanor antes de salir, echó una ojeada el mar, que se había oscurecido preparándose para el ocaso. Era majestuoso, de un tono de azul profundo entre la negrura de la noche y la luminosidad del día. La hora en la que la luz mostraba el camino ablandando las sombras.

 —He notado que eres una gran apasionada del arte —le dijo la Santoro antes de despedirse, junto a la entrada del instituto—. Si tienes tiempo libre, podrías realizar un voluntariado en el museo municipal de arte contemporáneo. Es pequeño pero bonito.

 La mirada de Eleanor se iluminó.

—¿Lo dice de verdad? Me encantaría. 

—Bueno, entonces déjate caer por allí alguna vez —continuó la profesora, contenta—. Yo voy todos los martes, puedo informarte y asignarte un turno.

                                                       *** 

 Cuando Eleanor se subió a la Vespa aceleró sin abatir la patilla, como le había enseñado Jack. La moto dio un pequeño bote que hizo rechinar la carrocería y derrapó justo antes de meterse en la calle.

Condujo bordeando la costa y dio un rodeo para llegar a casa. El olor a sal era tan intenso que se quedaba prendido en el cuerpo.

 «El tiempo te da y te quita», pensó. Puede que para ella hubiera llegado el momento de recibir. 

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 Querido Jack:

 Uno se siente más solo con tanta gente alrededor. Todos te hablan, te preguntan, te tocan. Pero ninguno sabe qué escondes, que hay dentro de ti, detrás de tu cara, tu pelo, tu ropa. ¿Cómo es posible estar tan cerca de los demás y a la vez tan lejos? El único que siento junto a mi corazón eres tú y sin embargo, no puedo verte, ni tocarte, no preguntarte cómo estás. ¿Cómo estás? Me lo pregunto a menudo. Y también me pregunto si tú también te sientes tan solo.

 Eleanor♥

Die TogetherWhere stories live. Discover now