El último emisario

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Cubierto de sangre que no era suya, recorría la poca distancia que quedaba para llegar a al-Mudawwar al-Adna. Su caballo, ahora exhausto, a duras penas conseguía aguantar el galope. La espuma que salía por su boca, acompañada de la frenética respiración del animal, le decía que no aguantaría mucho, pero tenía que conseguirlo. Al-Mamún, hijo de Al-Mutamid, rey de Sevilla, había muerto en el ataque a Corduva por los almorávides.

No podían perder la importante fortaleza situada en aquel cerro. Su situación estratégica, dado al terreno elevado en el que se encontraba, sus fuertes muros y que sería una de las más importantes líneas defensivas camino de Sevilla, la hacían única en todo el reino taifa de Al-Mutamid. Tenía que avisar a toda costa a la guardia que defendía el castillo, de que las tropas del almorávide Yusuf habían vencido. Era el último emisario que había conseguido escapar con vida. 

La distancia entre Corduva y el castillo de al-Mudawwar era considerable, y decidió dar un respiro a su ya agotado caballo, reduciendo la marcha a un leve trote. Este relinchó agradecido, pero entendió la urgencia de su amo y continuó, aunque lento, su marcha.

Un leve silbido vino desde su espalda; un segundo después un dolor indescriptible atravesó su hombro.

Dirigió la mirada, con los ojos abiertos de par en par, hacia abajo. De su hombro salía la punta de la flecha que lo había atravesado, desgarrando a su paso venas, músculos y piel. La sangre comenzaba a brotar, cayendo por su torso. Giró la cabeza y allí detrás de él pudo ver a un par de jinetes, uno de ellos aún apuntándole con su arco.

Pensó durante un instante en hacerles frente, con la ayuda de Alá el Grande tal vez conseguiría vencerlos, pero cayó en cuenta que en su desesperada huida tuvo que dejar atrás su cimitarra, hundida en el pecho de uno de sus enemigos, por lo que estaba indefenso. Al instante, una punzada proveniente del hombro le hizo recordar que ni mucho menos estaba en condiciones de un enfrentamiento directo, aunque hubiera podido contar con su espada. De hecho, si no volvía a emprender de forma inmediata el regreso hacia el castillo, sabía que caería desfallecido, o bien por la pérdida de sangre, o por el intenso dolor que le invadía. Fue todo muy rápido, en un segundo agarró con fuerza la crin de su caballo y tiró, a la vez que golpeaba con los talones los costados. El pobre animal, sin esperarse tal reacción, se encabritó, y estuvo a punto de hacer caer a su jinete poniendo fin a su endiablada carrera. Una segunda flecha pasó muy cerca de su rostro, clavándose en la base del cuello del equino, lo que le hizo ponerse en marcha a todo lo que daba de sí. Ibn Al-Muarim, el último emisario de al-Mudawwar, lloró al ver como su caballo mientras corría movía el cuello de un lado para otro, intentando zafarse de la flecha.

—Vamos, amigo mío... No me abandones ahora, hagamos esta última carrera juntos... —susurró a su oído.

Este pareció entenderle a la perfección, fijó su vista hacia el frente, y corrió como nunca antes lo había hecho.

El emisario volteó la mirada; los dos jinetes también habían reanudado la persecución. Estos, siguiéndole muy de cerca, recortaban la distancia a cada minuto que pasaba. Estaba comenzando a subir el cerro. Ya casi estaba, iba a conseguirlo.

Su caballo no podía más. Seguía corriendo todo lo que podía, pero debido al cansancio, o a la herida que iba abriéndose poco a poco a cada movimiento, o posiblemente a ambas cosas, perdía velocidad conforme el terreno se elevaba.

—¡Vamos! ¡Tú puedes hacerlo! ¡No te rindas! —Le dijo al caballo mientras se agarraba a su cuello suplicando, preguntándose si Alá existía, o si siquiera estaba dispuesto a ayudarle...

Ya podía ver el castillo de al-Mudawwar en su máximo esplendor. Vio en la Torre del Homenaje cómo dos figuras se recortaban en el claro cielo de la tarde. ¿Lo habrían visto? Lo dudaba, ya que desde las almenas triangulares ninguna voz de alarma surgía.

Solo le quedaban unos doscientos metros para llegar. Su caballo había pasado del galope al trote; ahora empezaba a sentirse muy débil, Al-Muarim también.

Cien metros. 

Cincuenta.

Ya estaba entrando en la explanada que daba acceso a las puertas el castillo. La vista del emisario comenzaba a nublarse, el sonido de los cascos le llegaba amortiguado, con eco. Abrió los ojos todo lo que pudo, obligándose a estar despierto... Estaba tan cansado, pero estaba tan cerca...

Los dos almorávides le alcanzaron, cortándole el paso al doble portón y a su retaguardia, observó cómo echaban mano a sus arcos. Todo había terminado.

—¡ENEMIGOS A LAS PUERTAS! —Gritó reuniendo toda la fuerza que quedaba en su maltrecho cuerpo.

Dos flechas surcaron el aire. Una impactó en el plexo solar de Al-Muarim. La otra atravesó el ojo de su caballo. Éste cayó al suelo, aprisionando una de las piernas del jinete, que intentó en vano librarse del pesado animal con el brazo útil que le quedaba. Desistió al momento, apenas podía respirar.

Dirigió su mirada cargada de furia hacia sus perseguidores, estos cargaron las siguientes saetas que acabarían con su agonía y... cayeron derrumbados al suelo cual muñecos de trapo. Varias flechas provenientes de las torres cumplieron con su mortal cometido.

Sin poder hacer otra cosa más que observar todo lo que acontecía a su alrededor, el emisario vio como sus compañeros de armas salían en su búsqueda. Cuando llegaron a su altura levantaron como pudieron al caballo, mientras otros dos guardias lo sacaban arrastrando a toda prisa hacia el interior del castillo. Vio a su caballo intentando levantarse, con cada vez menos brío. Su boca espumosa se abría y cerraba, cada vez más lenta. Sus patas intentaban aferrarse a suelo firme, a la vida, mientras ésta se estaba agotando por momentos. Gracias amigo, fuiste fiel hasta el final, pensó.

Las puertas se cerraron, e inmediatamente los soldados comenzaron a apuntalarla. Los dos que transportaban al moribundo, depositaron su cuerpo con sumo cuidado sobre el suelo empedrado. Una mueca de dolor cruzó su rostro.

Varias cabezas se amontonaron a su alrededor, entre ellas reconoció al instante a la princesa Zaida, esposa de Al-Mamún, acompañada de sus sirvientes y algún soldado, mirándole expectante, con ojos vidriosos.

—Mi... mi seño.. mi señora... El prin... cipe... ha muerto. Los... almorá... Han vencido...

—¡Por Alá! ¡No puede haber muerto!

Pero sabía que las palabras del emisario eran ciertas. Lloró, bajo el intento inútil de consuelo por parte de sus sirvientes.

Ibn Al-Muarim, lo había conseguido. Pudo entregar el mensaje.

Cerró sus ojos.

El dolor se fue.

Su vida también.

Era marzo del año 1091. Ese día, la princesa Zaida corrió hacia la Torre del Homenaje, lanzándose al vacío, para así reunirse con su difunto esposo.

Cada veinticuatro de marzo, los lugareños que habitan ahora en las cercanías del castillo, afirman oír sus gritos y lamentos. Incluso dicen llegar a sentir su profunda tristeza. Cuenta la leyenda, que una mujer de cabello oscuro, envuelta en un camisón blanco, pasea por las almenaras de la Torre del Homenaje, llorando desconsolada mirando hacia el noreste. Hacia Córdoba la Llana.

El último emisarioWhere stories live. Discover now