Capítulo XII: Hay un poco de verdad en cada locura.

81 13 4
                                    


Algunas horas después, cuando ya anochecía, Sebastián regresó a casa para encontrarse con que la pequeña había estado esperando a la puerta sentada, sosteniendo delicadamente un plato de sopa en las manos. No pudo evitar esbozar una sonrisa al verla tan diligentemente aguardando su llegada. Ella, por su parte, levantó la mirada al oír pasos y sus ojos se llenaron de chispa al ver que había regresado.

—No sabía que tú también cocinabas —dijo él cuando finalmente estuvo frente a ella.

—Ya está fría —respondió cabizbaja.

—Tú también debes estarlo. Ven, vamos adentro.

—¿A dónde fuiste?... —dijo con preocupada tristeza— perdón, sigo haciendo preguntas. No puedo evitar ser imprudente a veces. Lo siento.

—Está bien, no es tu culpa. Tus preguntas no me molestan; después de todo... las respuestas no tienen nada que ver contigo —soltó un ligero suspiro, lleno de nostalgia y pesas—. Pero prefiero no discutir sobre eso. ¿No estás algo pequeña para cocinar? —agregó antes de tomar la primera cucharada de sopa.

—No lo sé, pero gusta —dijo penosamente—. A menudo pienso que lo hago es importante, así no lo sea. Es como un juego.

—También lo haces en el trabajo ¿cierto? Te he oído parloteando sola a veces. De todas formas, debería cocinar más seguido.

Pensó en decirle lo mucho que le gustó la sopa, en hacerle un cumplido; en especial, mostrarle que algo tan pequeño como una comida caliente era tan importante como ella quería creer. Pero no estaba acostumbrado a decir esa clase de cosas, así que se limitó a brindarle una sonrisa honesta, esperando que ella pudiera deducir lo mucho que había disfrutado de su obsequio.

—Entonces tú limpiarás más seguido. Creo que no soy muy ordenada —dijo con tono travieso mientras bajando la cabeza, espiando por el rabillo del ojo la estufa.

Sebastián dirigió su vista a la cocina y vio como una pila de platos sucios se desbordaba sobre el mesón, cubierto por una extraña jalea que se desparramaba por el piso.

—No te preocupes por eso —dijo él al ver la cara de Anabelle con una extraña mezcla de burla y pena—. Tú te encargarás de limpiar.

—¡¿Yo qué?!

—Ya verás que empezarás a ser más cuidadosa. Solo cuando te enfrentas cara a cara con las consecuencias de tus actos es cuando aprendes a pensar en ellos antes de actuar. Lamentablemente algunos humanos son tan testarudos que ni aún con eso cambian su forma de ser.

—Lo dices como si a las marmotas no les pasara.

—No sé si a todas las marmotas, pero por lo menos a mí no me pasa.

—Quizá debería convertirme en marmota.

—Puede que tarde un tiempo —balbuceó luego de observarla con atención—. Mejor vete a dormir, mañana temprano limpiarás la cocina.

—¿Qué?

—¿Creíste que bromeaba? Vete a la cama... niña nariguda.

—Como digas... viejo gruñón.

***

—¡Otro día de trabajo! —dijo Sebastián después de un largo bostezo mientras caminaba junto a Anabelle.

—¿Hasta cuándo tengo que decirte que lo veas de manera positiva?

—Si lo hago, seré un recolector toda mi vida. Por otro lado ¿qué hay de ti; piensas quedarte sola cuando yo me vaya?

ANABELLEOù les histoires vivent. Découvrez maintenant