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La casa era bonita, no podía negarlo. Debía serlo, me habían dicho, y tranquila. Sobre todo tenía que ser tranquila si quería recuperarme. La psicóloga había insistido sobre la necesidad de estímulos positivos, un buen paisaje, luz del sol y compañía frecuente. Llevaba varias semanas constantemente rodeado de gente y me había ayudado a olvidar pero había llegado a un punto en el que mi subconsciente redoblaba sus esfuerzos por rebasar las barreras de semejantes distracciones. Al mismo tiempo, la falta de intimidad, de una controlada soledad y las constantes interacciones con miembros de mi especie acabaron tornándose en pequeñas molestias que amenazaban con volverse irritantes. Y no podía vivir acompañado eternamente.

Ya me había acomodado al pequeño forcejeo que la cerradura de la puerta me obligaba a ejecutar cada vez que entraba en el edificio. Me había acostumbrado a subir las escaleras y dejar a mi izquierda el portón de madera noble con el letrero que rezaba «H. Abelman, Practicante». Incluso había perdido el interés por asomarme a la ventana rota que evidenciaba que el tal Abelman hacía mucho tiempo que no vivía por allí. Tal vez en ninguna parte. Las siguientes ventanas eran las de mi casa, cuya puerta me recibía con un agradable quejido que me recordaba a la risa del abuelo, tal vez por compartir esa evidente ancianidad. El aire fresco parecía haber ahuyentado definitivamente la atmósfera plúmbea que me diera la bienvenida al principio, si bien olía a una mezcla de caverna, ambientador y productos de limpieza. Dejé la bolsa de la compra en la cocina y fui directo al sofá con la firme determinación de realizarle un vaciado perfecto de mi cuerpo. Llevaba ya un par de días en mi nueva casa y hasta aquel momento no había tenido tiempo ni energía suficientes para escuchar mis propios pensamientos. Una vez me había despedido de mis amigos, había estado completamente inmerso en la tarea de comprar, montar, organizar y poner en orden todo lo que me rodeaba y no era yo. Pero ahora, con el final de la tarde proclamado por los cierres de los negocios locales, dando por finalizadas las labores imprescindibles para el acondicionamiento de la vivienda, me invadía un sopor que revelaba la intensa actividad a la que había sometido tanto mi cuerpo como mi mente. Por la ventana del balcón veía la claridad exigua de un día que agonizaba como mi consciencia, y la noche descendía sobre unas nubes rosáceas al mismo ritmo que los párpados sobre mis ojos. La misma oscuridad que cuando me dormí al volante pocas semanas atrás.

Me desperté sobresaltado, reviviendo el momento del accidente con aterradora nitidez. La sensación de ser impelido hacia el airbag fue tan patente que logré convencerme de que no había despertado en mitad del aire, pues de haberlo creído, mis pensamientos me habrían derivado a un estado de nerviosismo aún mayor. También tuvo éxito mi esfuerzo por atribuir a mi espasmo el golpe que me di contra el borde del sofá y mi posterior caída con beso incluido en el suelo cerámico. Descarté todo indicio que me hiciera sospechar de que mi convulsión no había sido la acostumbrada en aquellos días. Era algo corriente tras sucesos como el que había vivido, me aseguró la psicóloga. Mi cerebro parecía querer visionar la misma película una y otra vez, pero yo ya había tenido bastante. Prefería elegir la programación. Cogí una lata de cerveza y una ensalada de la nevera y encendí la televisión. Al volver al sofá me di cuenta de que estaba empapado de sudor, algo insólito en un día más bien fresco. El caso es que yo seguía húmedo y me estaba quedando helado, así que tras un escalofrío me arrebujé con una manta en el sillón orejero, cené y me quedé viendo una comedia de Woody Allen. También me habían recomendado eso. Lo de las comedias, digo.

Eran las once en punto de la noche y un chasquido me trajo abruptamente a la consciencia. Me había vuelto a dormir, abandonado a la fatiga y la relajación que me producían aquella calma y el bisbiseo de la televisión. Todavía confuso por el nuevo escenario y la bruma del sueño, me estaba frotando los ojos cuando algo cayó estrepitosamente a mis pies, salpicándome el tobillo desnudo. Incapaz aún de gobernarme, mi amígdala decidió por mí que lo más útil era gritar como una niña y saltar como un resorte a la seguridad del sillón, encogido y con los brazos protegiendo cualquier zona vital. Cuando la luz de la televisión aumentó y mis ojos pudieron acostumbrarse a la penumbra, tomé de nuevo el control y decidí que lo más útil en realidad era coger la escoba y la fregona. Mi bol de ensalada yacía en el suelo, regando de aliño buena parte del salón. Ante lo exagerado de mi reacción, allí subido, estallé en carcajadas reconfortantes que me devolvieron a la realidad poco a poco. Me fui a la cama aún excitado, sin ninguna intención de desentrañar si la agitación se debía al susto o a la aprensión de volver a enfrentarme a otra carrera contra el sueño, en la que tantas veces había perdido tras mi incidente. Pero el cansancio me dio alas esa noche y nada más cerrar los ojos lo alcancé, aferrándome a su efecto restaurador.

Los cadáveres del practicanteOnde histórias criam vida. Descubra agora