Parte 1 La muerte de Estefanía

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La calle estaba desierta y el cemento húmedo todavía devolvía con calma la lluvia caída a lo largo de la tarde. El verano decaía mansamente hacia un otoño silencioso con mañanas calurosas y tardes de chubascos y tormentas. La noche agradecía la tibia tempestad de la tarde y mi cuerpo exigía una chaqueta para abrigarse de la humedad y del pasado más reciente.

Las luces reverberaban en el asfalto devolviendo el candor originario a la oscura y taciturna sucesión de edificios y portales como haciendo homenaje al silencio de la calle desierta y agotada del trajín de la mañana y de la huida ruidosa de una tarde tormentosa.

Abandoné el club con la tranquilidad de haber cerrado una etapa en mi vida, una etapa cruel y desenfrenada donde la muerte y la sangre habían sido una constante. El club se me antojaba - al echar la vista atrás - como una celda claustrofóbica en la que me había sentido atrapado a consecuencia de un accidente fortuito, de una sucesión de desafortunados acontecimientos que me condujeron inexorables a alojarme en él de forma recurrente. Rodeado del repiqueteo de las copas y el trajín de las sombras que habitan la ciudad a las horas en que el club despierta creía haber hecho sucumbir a mi conciencia.

Me detuve a contemplar los charcos y las luces que, en su pálido reflejo, me devolvieron aquel doloroso recuerdo, aquel momento en que Estefanía caía desmayada en mis brazos tras la puñalada que un tipo procedente de esas sombras que habitan los tugurios de la ciudad le había asestado en el pecho. Un golpe seco y profundo, una puñalada certera y profesional, un golpe sorprendente y fortuito que cambiaría mi vida para siempre.

Las extrañas circunstancias de aquel episodio me hicieron sospechoso a los ojos de mucha gente con lo que me adapté a la huidiza forma de ser de esas sombras para evitar que la infamia se cebase en mi persona. Me había convertido en un bulto sospechoso que se había librado por azares del destino de una condena material que diera con mis huesos en la cárcel.

De nada servía lo verosímil de la historia que contaba a quien quisiera oírme, ni la firmeza de mis argumentos; bastaban las circunstancias insidiosas y las difamatorias lenguas de esas sombras temerosas y maliciosas que hablaban de mi azarosa relación con Estefanía para hacerme culpable de un delito que nunca cometí.

El juez, ni siquiera se había atrevido a imputarme en la instrucción del sumario delito alguno, pues mis palabras eran tercas y la falta de pruebas mucho más; si las lenguas difamatorias me acusaban, mi actitud y la ausencia de aquellas pruebas me eximían a los ojos competentes de aquel juez, poco me importaba que sus ojos vacilasen pues para aquel hombre gris, la ley era contundente a mi favor. La policía apenas me habría de llamar a declarar ante él como testigo y poco más.

Sin embargo la condena pública resultaba evidente, perseverante y cruel; y hacia mella en mi persona dañando mi fama y mi propio orgullo personal, porque si un día me levantaba fortalecido y convincente, otro día la fatiga hacía presa en mí. Y es que la sociedad se hace etérea cuando juzga, constante y sin matices; en esa masa carente de forma se desvanecen las aristas y desaparecen los resquicios de la duda, los lugares donde cobijar tu inocencia.

Esa, y no otra, había sido la causa de que empeñara mi vida en la investigación del caso como un detective de sombrero alicaído sobre mi cabeza y la mirada torva y distante con un permanente pitillo relajado en la comisura de mis labios. Un hombre lúgubre y taciturno que hizo de la pregunta su único modo de vivir, de la molestia a horas intempestivas - cualquiera que fuera el oscuro lugar de la ciudad - su norma, su ley, su derecho. Aquel que hizo de sus puños su argumento, y del Colt de cinco balas su más certero encuestador.

Me propuse descubrir quién había matado a Estefanía y por qué. Sin otra salida que la infamia gratuita sólo quedaba la huida hacia adelante. Sí, decidí ejercer de investigador y husmear por los bajos fondos de la ciudad buscando alguna que otra pista que me condujera a aquel tipo de sombrero encalado y abrigo gris hasta la piernas, aquel espejo de mi nueva personalidad, aquel tipo que - doblando la esquina de la Calle del Canal - girara hacia nosotros y, entre corriendo y caminando, asestara la feroz puñalada en el palpitante pecho de la pobre Estefanía.


La noche tras la lluviaDär berättelser lever. Upptäck nu