"Demonios"

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El pasillo estaba a oscuras, iluminado únicamente por el brillo de la luna que entraba por las ventadas, y el silencio emergía de él. Al final de este se encontraba la habitación de el príncipe Meliodas, a la cual el rey, del mismo nombre, ansiaba llegar. Realmente necesita ver a su hijo.

Así el rey camino a puntas de pie sobre el frío piso de madera, usando toda su habilidad para evitar que se produjera algún ruido que pudiera alertar a su esposa o algún guardia. Cuando llegó, se pasó las palmas sudorosas por el pantalón piyama y tomo el pomo de la puerta. El cuarto se encontraba en las misma condición que el pasillo, salvo por el pequeño bulto que se encontraba en la cama. Dio unos pasos, acercándose, tratando de mirar por encima de las sabanas. Y cuando lo hizo,sintió un alivio que le abrió el pecho de una manera descomunal. Su niño, su hijo, estaba ahí. Durmiendo. Su cabello rubio estaba esparcido por toda la almohada y su respiración era suave.

La pesadilla que había tenido esa noche no había sido real. A su hijo no le había pasado nada. Estaba a salvo.

Con la mente más tranquila decidió volver a dormir. Camino de vuelta por el pasillo, cruzo la sala real, y dio con la puerta de la recámara principal. Entro y de inmediato noto que el espacio que le corresponde a su esposa en la cama estaba vacío, un miedo fatal le atravesó el cuerpo y sacudió su cabeza a ambos lados. Desesperado.

Entonces la luz del baño se prendió. Al rey no le tomo mucho llegar hasta la puerta y golpearla.

—¿Meliodas-sama?— Oír la voz de Elizabeth, oír la voz de su mujer, logró que su corazón volviera a latir. Apoyó las manos en el duro metal de la puerta y escuchó con atención el ruido del agua caer en el lavamanos y luego como se cerraba la llave. —No. No termina. Te espero en la cama— Giró su cabeza y vio la gran pared a la izquierda de la habitación, está llena de fotos de lugares a los que han ido, dibujos de su hijo y demás cosas enmarcadas.

Tenía una buena vida, no lo podía negar.

Sonrió inconsciente y volvió a su trayecto anterior. Se sentó en los pies de la cama y hundió su cara en la manos. Intento recordar la pesadilla que había tenido, la causa de su pánico a media noche y también la de ir a ver si su hijo esta en buen estado, pero nada. Solo imágenes horrorosas sin sentido, gritos y el rostro lleno de sangre de su hijo. Nada tenía sentido.

Escucho el ruido que provocó la puerta del baño, luego el sonido de los pies de Elizabeth arrastrarse hacia su lado del colchón y rechinido de este último cuando su esposa se sentó en el. Sintió como la madre de su hijo se acercaba y ponía su cabeza en el hueco entre su cuello y su hombro.

—Sabe que puede confiar en mí, ¿Cierto, Meliodas-sama?— ¿Cómo no iba a confiar en ella? Para el, Elizabeth representaba la salvación. Ella era un lugar cálido y seguro, que solo podían observar los más privilegiados de los Dioses. Los más dignos. Y Meliodas aun no podía creer que a él le pertenecía ese lugar. Esa tierra prometida. Ese santuario.

—Lo se. ¿Tu lo sabes? Estamos casados, no tienes que porqué usar el Sama. Creí que ya lo habíamos hablado— Meliodas tomo su mano izquierda y acarició el metal fresco en su dedo anular. Su esposa tembló ante el toque, pero luego se acurrucó aún más— Lo hago porque para mi suena bien, ¿O acaso no te gusta que te diga señor?— El rey giró sobre su cuerpo y tomó a Elizabeth de la cintura, tratando de pegar sus cuerpos aún más. Se miraron por casi un eternidad, y el rubio sonrió ante la cara sonrojada que se encontraba frente a él. Luego habló:

—Yo no he dicho eso— Sentenció. Levantó una mano y la frotó superficialmente por uno de los pechos de Elizabeth, luego recordó el estado actual de ella y redirigió esa muestra de cariño hacia su mejilla. Elizabeth poseía toda la cara color escarlata, tenía las manos apoyadas en los hombros de el hombre de su vida y trataba de organizar sus pensamientos. Luego se percató de que Meliodas tenía la vista fija en su panza, en el bulto ya notorio de su segundo embarazo.

—Estoy emocionado. No puedo esperar— Pasó su otra mano por esa expansión de piel, delicadamente, con amor de padre— Te prometo que los cuidare a los tres. Nadie les pondrá una mano encima, son lo mas imp...—

—Meliodas— Fue interrumpido por la armoniosa voz de Elizabeth— Se que lo harás. Me demostraste una y otra vez que, para ti, es más importante mi seguridad que tu propia vida. Así que, ¿Tuviste una pesadilla?—

Un silencio abrumador sumó la escena.

—Si. Fue horrible— La abrazo, oliendo el dulce aroma de su cabello plateado— Fui a ver a Meliodas a su cuarto, solo para confirmar si estaba bien— Ella le devolvió el abrazo— Sabes que lo esta. Contigo como su papa, ¿Que podría pasarle?—

Elizabeth soltó una dulce risa. Y Meliodas sólo pudo agradecer, mentalmente, a los Dioses por hacer que ella lo amara.

—Ahora, con todo esta atmósfera cursi, ¡Vayamos a dormir!— Gritó el rey, elevando sus brazos, infantilmente— ¡Si, Meliodas-sama!— respondió, en gritó, la reina. En nombrado negó divertido, ya que aunque la corrigiera cada vez que usaba el Sama al final de su nombre, el lo disfrutaba. Porque a Elizabeth le encantaba llamarlo así, y si ella está feliz, él estaba sumamente feliz.

Una vez situados bajos las mantas, Meliodas lo entendió. Él jamás podría borrar sus pecados, ni mucho menos su pasado, pero sabía que si Elizabeth está con él lograría sobrellevarlos. Aunque tuviera que luchar con sus demonios una y otra vez, el lo haría.

Porque, definitivamente, él haría cualquier cosas para mantenerla a salvo.

«Lo que sea por ti»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora