Algo entre los dos

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Ella se apoyó hacia atrás, contemplando las estrellas. El kimono se movía ligeramente con la brisa, y la luz cálida de una farola cercana iluminaba su perfil.

—¿Y tú? —me preguntó, girándose hacia mí—. ¿Qué haces cuando no estás salvando satélites y grabando contenido de calidad dudosa?

—Intento no volverme loco. A veces me sale mejor que otras —bromeé—. Pero en serio... me gusta esto. Viajar. Conocer. Contar historias. Y últimamente, me gusta mucho mirar el mundo a través de la cámara... pero también bajarla de vez en cuando y simplemente estar.

—Suena a que estás en buen camino —dijo, sonriendo.

Hubo una pausa.

Y esta vez, el silencio no era solo cómodo. Era denso. Como si algo estuviera flotando entre los dos. No era necesario decirlo. Estaba ahí.

Podría haberme acercado más. Podría haber buscado su mano, o hecho alguna broma para romper la tensión. Pero no lo hice.

Porque por primera vez en mucho tiempo, me bastaba con estar allí.

Con ella.

Y sin saber cómo, ni cuándo, decidí que no iba a intentar analizarlo todo. Que no iba a buscarle nombre ni dirección a lo que estaba sintiendo. Que iba a dejar que las cosas fluyeran.

—¿Mañana más aventuras? —preguntó Rebeca, con voz baja, casi un susurro.

—Mañana más aventuras —repetí—. Y si puede ser contigo al lado, mejor.

Ella sonrió. No dijo nada. Pero su mirada, tranquila y luminosa, fue suficiente.

Nos quedamos allí un rato más, sin prisas. Solo nosotros, la noche, y un montón de cosas que empezaban a tomar forma sin necesidad de ser dichas en voz alta.

(Pov Rebeca)

La casa estaba en silencio.

Un silencio lleno de vida. Ese tipo de calma que llega cuando todo el mundo duerme después de un día intenso, y solo quedan los restos de las conversaciones, las risas, los pasos apagados por los pasillos.

Yo no podía dormir.

Quizás era la comida, o el jet lag que todavía me tenía a medio reloj. O quizás era simplemente ese cosquilleo que me recorría el cuerpo cuando algo me removía por dentro, sin saber exactamente el qué.

Vi la luz tenue que salía desde la terraza y supe que alguien más estaba despierto.

Me puse el kimono que había dejado a los pies de la cama, recogí el pelo en un moño improvisado y subí con paso lento, arrastrando los pies descalzos contra los azulejos. Al llegar a la terraza, lo vi. De espaldas, apoyado en la barandilla, una taza de té humeante entre las manos, mirando la ciudad como si pudiese entenderla con solo observarla en silencio.

—¿Puedo acompañarte o prefieres estar solo? —pregunté, sin saber muy bien por qué me ponía tan nerviosa su presencia.

Se giró y me dedicó esa sonrisa tranquila, sin esfuerzo, que últimamente me removía más de la cuenta.

—Por favor —dijo, con un gesto suave hacia la silla a su lado—. Estaba esperando buena compañía y ya casi perdía la fe.

Sonreí. Siempre tenía esa forma de responder que te sacaba una risa sin que lo notaras.

Me senté a su lado, y durante un instante no dijimos nada. Se sentía bien. Sencillo. Cómodo.

—¿Té? —me ofreció su taza.

—Gracias. Pero me arriesgo —contesté, dándole un sorbo—. Uff... sí, quema... pero está buenísimo.

Reímos. Un sonido bajito, íntimo, como si no quisiéramos despertar a la ciudad dormida.

—Hoy ha sido un día largo —comentó.

—Sí... bonito, caótico, frustrante por momentos —dije, recordando la impotencia al ver al macaco, el ridículo incidente con la señora de la henna, el maldito calor—. Pero también... no sé, siento que fue uno de esos días que vas a recordar, aunque sea por lo surrealista. Y por la maldición de Jopa, claro.

Él soltó una carcajada. Me gustaba cuando reía así. Era honesto, abierto, como si por un segundo bajara todas sus defensas.

Entonces, sin aviso, su voz bajó y me miró de frente.

—¿Sabes qué me gusta de ti?

Me tensé un poco. No porque me incomodara, sino porque algo en su tono me dijo que no era una broma más.

—¿Esto va a ponerse intenso o vas a decirme que te gusta cómo bebo té hirviendo sin pestañear? —bromeé, buscando quitarle hierro al momento.

—Ambas —contestó con esa sonrisa traviesa—. Pero también me gusta cómo estás siempre pendiente de los demás sin que nadie te lo pida. Como lo de traer el desayuno esta mañana... o cómo cuidas de Borja sin asfixiarlo. O cómo te hiciste cargo del cable del satélite cuando ni siquiera era tu problema.

Sentí que las mejillas se me calentaban. No estaba acostumbrada a que alguien me dijera esas cosas. Hacer por los demás siempre me había salido natural, nunca esperaba reconocimiento por ello.

—Me gusta cuidar —dije al fin—. Supongo que soy de esas personas que se sienten útiles cuando los demás están bien... aunque a veces me paso.

—Ojalá más gente "se pasara" así.

Me miraba con una atención que me atravesaba. No como si buscara algo en mí, sino como si ya lo hubiese encontrado sin querer.

Me recosté hacia atrás, mirando el cielo estrellado, intentando pensar en otra cosa. Pero mi cabeza no dejaba de volver a su voz, a sus palabras. A lo mucho que me estaba empezando a gustar estar cerca de él.

Y no debería.

O al menos, eso me decía una parte de mí. La otra... la otra ya estaba demasiado ocupada en recordar cómo se le curvaban los labios al sonreír, cómo me hacía reír sin apenas esfuerzo, cómo no me sentía juzgada a su lado. Libre. Ligera.

—¿Y tú? —le pregunté, girándome hacia él—. ¿Qué haces cuando no estás salvando satélites y grabando contenido de calidad dudosa?

Me devolvió la broma, y la conversación fluyó como el aire tibio de la noche. Sin prisa. Sin filtros.

Hablamos de la vida, de las cosas que nos hacían sentir vivos. De la presión constante de las redes, del agotamiento que no se puede enseñar en un story, de lo que soñábamos hacer cuando todo esto pasara.

Cada vez que lo escuchaba hablar, más notaba cómo algo en mí hacía clic. No era solo su voz, ni su forma de mirar. Era esa mezcla rara entre ternura y presencia. Su capacidad de estar contigo de verdad, sin tener que llenar los espacios con palabras vacías.

Y en algún momento, sin darme cuenta, dejé de analizarlo.

Dejé de preguntarme si era buena idea, si debía poner distancia, si estaba confundiendo las cosas.

No. No era confusión.

Me gustaba Dani. Me gustaba de una forma suave pero intensa, como una canción que empieza bajito y termina por ocupar todo el cuarto.

Y por primera vez en mucho tiempo, decidí dejarme sentirlo.

—¿Mañana más aventuras? —le pregunté, bajando la voz casi sin querer.

—Mañana más aventuras —repitió—. Y si puede ser contigo al lado, mejor.

Mi corazón dio un pequeño salto. Sonreí. No dije nada. Pero creo que mi mirada habló por mí.

Nos quedamos allí un rato más. Solo nosotros, las luces lejanas de Marrakech, el murmullo de la ciudad que no duerme del todo... y ese algo invisible que empezaba a crecer entre los dos, suave, inesperado, inevitable.

Todo Pasa Por Algo (Plex)Where stories live. Discover now