Para Raven, Steve Harrington estaba en el puesto número cuatro de las personas a las que no quería acercarse por voluntad propia, con la única excepción de que fuera el mismísimo fin de la humanidad, o una especie de apocalípsis lleno de zombis y al...
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Año 1985, Hawkins, Indiana.
EL VERANO ERA, SIN DUDA, LA ESTACIÓN FAVORITA DE RAVEN. Eran los únicos meses sin instituto, deberes o profesores incompetentes a los que aguantar durante seis horas. Le encantaba la sensación de libertad, poder salir a la calle y volver de madrugada, también hacer maratones de películas sin importar si estaba rompiendo su horario de ocho horas de sueño obligatorio, porque podía levantarse cuando quisiera al dia siguiente.
Pero este verano era más especial que el resto.
Su padre le había ayudado a encontrar unas prácticas para estudiantes en Nueva York, con un horario de tan sólo cuatro horas matutinas, lo cual le dejaría el resto del día para disfrutar de la ciudad. Estaba emocionada, no solo por la formación que iba a recibir y que desde luego, le ayudarían con las admisiones a la universidad, si no también por alejarse de Hawkins y vivir una nueva experiencia donde nadie la conocía. Iba a empezar desde cero, sola.
A pesar de que su familia era acomodada y no tenían problemas con el dinero, nunca habían salido de Hawkins—exceptuando las visitas ocasionales a sus abuelos— ni siquiera de vacaciones. Sus padres siempre estaban ocupados con el trabajo o haciendo planes locales, por lo que no se les presentaba la oportunidad. Ahora que Raven tenía dieciséis, dentro de unos meses diecisiete, y que había mejorado sus notas este año, sus padres le dieron un voto de confianza.
Todos aquellos meses evitando pasar por el aula de castigo habían valido la pena.
—Hola, Robin —saludó, sacando las manos de sus pantalones negros para poder apoyarse en el mostrador. La rubia levantó la vista de su libro y se puso recta, con una sonrisa nerviosa—. ¿Qué tal?
—¡Raven! ¿Qué haces aquí?
La morena levantó las cejas con cierta gracia y señaló los helados de detrás de la cristalera bajo el mostrador.
—¿Es esto una tienda de helados o la marihuana de ayer todavía me sigue haciendo efecto?—preguntó, provocando que las mejillas de la rubia se calentaran.
—Sí, claro. Tienda de helados. Lo siento, estoy un poco distraída. Día duro —murmuró, pasando una mano por su pelo—. ¿El mismo de siempre?
—Por favor. Ponle doble de pistacho.
—A sus órdenes —bromeó, haciendo el saludo militar. Raven soltó una suave risa, escaneando de arriba a abajo el uniforme que tenía que llevar al trabajo.
De por sí, la rubia era una persona incómoda y torpe, y con aquel atuendo se le dificultaba aún más tomarla en serio.
—Todavía no me acostumbro, pareces sacada de unos dibujitos animados. ¿Por qué no pones una hoja de reclamación?