1. El lobo y el cordero

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—¿Sabes qué hora es?

Predecible, por demás predecible. Salem rodó los ojos a sabiendas que sus acciones no pasaban desapercibidas. Con un ligero revuelo de la capa que traía puesta, acortó la distancia entre ambos.

En la oscuridad los ojos de Mars brillaban como antorchas guiándolo hacia su cuerpo.
Podía sentirlo transpirar bajo el manto de oscuridad que lo albergaba. El lobo encorvado contra la pared inmunda gruñó como respuesta.

La puntualidad no es parte de la naturaleza de aquellos que desconocen el tiempo. En realidad, Mars no tenía intenciones de brindarle explicaciones; aunque  le agradecería por recalcar su demora.

—¿Es qué quizá no sabes leer un reloj? —Salem arrojaba leña a las brasas que terminarían por consumirlo si seguía.

La distancia entre ambos desapareció por completo. Mars gruñía como la bestia que era. Salem no se ahorró una sonrisa en anticipación a lo que vendría.

—Esos artefactos modernos son tan inútiles. — respondió Mars, luego de una eternidad en la cual tuvo que pelear contra sus propias urgencias.

—Mira que sí eres un animal salvaje, Mars.
—susurró Salem enredando sus dedos entre la melena enmarañada del lobo.

El aroma que despedía, se distanciaba tanto al de los humanos. Bueno, Mars era prácticamente una bestia, pero conservaba cierto olor a cobre, propio de la sangre mortal.

El lobo gruñó como lo haría un can ansioso y batía la cola haciendo un sonido tosco. Apenas si le rozó la piel de la garganta, con el reverso de la mano y ya se estaba consumiendo de placer. Salem sonrió para si mismo, ocultando su satisfacción entre las tinieblas que los amparaban.

—Pensé que no vendrías... —tan sólo un murmullo escapó del pecho hondo y enorme del lobo que se derretía en sus manos.

—¿Y perderme el placer de tu compañía? —Musitó Salem arañando la mejilla áspera y cubierta de sudor. —Creo que a estas alturas, sabes que no sucedería.

Con la mano libre, Salem recorrió la extensión amplia del pecho de su amante. Rasgando la carne tibia bajo su palma, iba dejando surcos encendidos; olorosos a sangre fresca.

En la oscuridad densa de aquél callejón, la expresión de delirio de Mars, hablaba más que mil palabras.

—Salem, por favor...—Mars se contrajo completo y un gruñido áspero abandonó su garganta, para convertirse en un aullido ahogado.

—¿Vas a pedir algo? —Salem no se contuvo y le acarició la garganta con la suavidad de sus colmillos.

El aroma de Mars lo hacía mucho más apetecible. Apenas le hincó la piel con los colmillos, tan siquiera la rasgó para obtener un minúsculo canal carmesí. Frotó la lengua al instante, recogiendo con la punta, aquel sabor particular del que no sabía saciarse.

El lobo le incrustó las uñas en los hombros, hundiéndose dentro de su carne y en la fina tela de su traje. ¡Cuánta descortesía! No le permitió despojarse del abrigo que traía puesto. Bueno, lamentaría luego la pérdida de la prenda, por el momento tenía asuntos entre las manos.

Salem podía sentir como su propia sangre brotaba y aquella sensación lo acababa de encender un poco más. Su amante no se quedó tranquilo, si no que clavó un mordisco sobre la carne tierna de su hombro.

Era una sensación tan agradable, que Salem dejó escapar una carcajada, porque era algo que ningún otro inmortal entendería; el gusto por sentir las fauces ajenas desgarrándole la carne.

En momentos como aquellos, el olor que desprendía Mars, lo hacía más deseable. Algo en aquel aroma a cobre, parte remanente de su naturaleza humana y el hedor a animal, le hacía perder la razón. Salem le clavó las uñas en la espalda, con maña, sólo para disfrutar el perfume de la piel rasgada.

Piel de corderoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora