—¿Vamos a ir a andar o vas a ir a lucirte por el camino? —me dijo a forma de broma.
—Es lo que me queda en casa —le expliqué, estirando la camiseta blanca como si así consiguiera que se me pegara menos al cuerpo.
—Es broma, Beom —respondió, acercándose para darme un leve apretón en el hombro—. Espero que no te hayan quitado el sentido del humor, era de las mejores cosas que tenías.
—Bueno, ahora tengo esto —y flexioné el brazo para que viera la bola de mi bíceps, tensando mucho la manga de la camiseta.
Fue una broma estúpida y hecha sin ganas, pero a Kai se le escapó una carcajada y me pegó el puño a la cara para darme un leve empujó como si me pegara. Ese gesto, tan extraño y reconocible, tan tonto y familiar, me recordó mucho a un pasado que parecía increíblemente lejano. Ahora estaba acostumbrado a otros gestos, como a poner morritos para pedir un beso. Solté aire y bajé la mirada al recordar a Yeonjun . Parpadeé para contener las lágrimas y señalé las escaleras.
—Vámonos antes de que me arrepienta —le pedí.
Kai perdió la sonrisa al ver mi mueca triste y asintió, siguiéndome hacia el hall del piso inferior. Mi madre nos esperaba a un lado del pasillo, con una mueca preocupada y el paño de cocina entre las manos.
—Me llevo a Beom, señora Lee —anunció Kai—. No le esperen despiertos.
—Volveré en un rato —dije yo, sabiendo que no tardaría demasiado en querer volver a casa para meterme en la cama y abrazarme a mí mismo.
Kai miró a mi madre y negó con la cabeza mientras fruncía el ceño, diciendo sin palabras que no me hiciera caso antes de abrir la puerta. Me despedí de ella con un gesto vago de la mano y cogí las llaves del cuenco; allí donde habían quedado la última vez que las había usado.
En la entrada de la casa, frente a la verja de madera, había un viejo sedán negro aparcado, con las mismas horribles pegatinas de llamas tribales en la parte trasera y el mismo retrovisor roto pegado con cinta aislante.
Negué con la cabeza y solté el aire, sintiendo un peso en el pecho y caminando como si cada paso supusiera una prueba. Kai metió la llave para abrir la puerta y se sentó antes de inclinarse sobre el lado del copiloto para desbloquear la mía, ya que el cierre automático seguía roto después de siete años.
Me subí al coche y me puse el cinturón antes de entrelazar los dedos entre mis piernas. Aquel viaje no era al KerKai Way, era un puto viaje al pasado. Me había subido a aquel viejo sedán innumerables veces, había hecho muchas cosas allí; por ejemplo, había perdido mi virginidad en la parte de atrás, por nombrar solo una. Kai colocó la mano en la parte trasera de mi asiento y miró hacia detrás para maniobrar y sacar el coche en dirección a la carretera. Abrió la ventanilla y apoyó el brazo, conduciendo con solo una mano en el volante, como le gustaba hacer porque, según él, era «más cómodo».
Cogí una bocanada de aire y la solté entre los labios, apoyando la cabeza en el respaldo mientras una lágrima me surcaba la mejilla. Quizá simplemente tuviera las emociones a flor de piel y estuviera sensiblero, pero volver a subirme a aquel coche con Kai me había hecho sentir que, al fin, había vuelto a Irlanda.
—Echaba mucho de menos Irlanda —murmuré sin apartar la mirada de la carretera bordeada de verdor y árboles. Brillaba el sol y había buena temperatura en uno de esos extraños días cálidos a principios de verano.
—Yo sería incapaz de irme nunca de aquí —dijo Kai con total sinceridad. Él era un irlandés enamorado de su tierra y de su gente, amaba la lluvia, las aceras mojadas de Dublín, el verdor de las colinas y los escarpados barrancos de la costa.
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