Hadas del dolor

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Jan, un niño de seis años, llevaba meses implorando a su madre que durmiera con él por las noches. Había intentado de todo: suplicar de rodillas, berrinches y pataletas en el suelo, agarrarla de los tobillos y no soltarla hasta que se llevaba un chancletazo... Eso sí, siempre que su padre no anduviera por allí. Él no debía enterarse de que tenía miedo. Si su cobardía llegara a sus oídos, estaría bajo el acecho de una nueva azotaina. Los espantosos fantasmas que le visitaban por la noche le asustaban, pero no tanto como ese señor al que debía «obediencia y respeto». Su madre, por tal de salvaguardarle y para evitar otra funesta discusión marital, siempre replicaba igual, inflexible ante el tema:

—Ya eres mayor, tienes que aprender a dormir solo. Es tu imaginación quien te hace malas pasadas, los monstruos y los fantasmas no existen.

Semanas atrás, su padre le quitó el muñeco que hasta ahora le acompañaba en sus desventuras oníricas, un simpático peluche de rostro sonriente y ojos amables al que se le iluminaba la cabeza a modo de tenue lamparilla. Gracias a él había logrado paliar sus temores y conseguir conciliar el sueño.

Pero, «un hombre no debe dormir con peluches», dictó el amo de la casa. Así que ahora estaba indefenso ante los horrores nocturnos. Y los monstruos parecían saberlo, porque desde entonces se ensañaban más con él. Por si no fuera suficiente con su vida diurna, ya colmada de terror desde que su padre abusaba de la bebida y en días o momentos aleatorios descargaba su ira e inutilidad sobre quienes habitaban bajo su techo. No importaba qué resplandeciera en el cielo, el Sol o la Luna; el tormento gobernaba la vida del chico.

Jan solía acostarse en una resignada posición fetal. Vigilante a todos lados, sobresaltándose al menor ruido. Crujidos, pasos en la oscuridad, sombras etéreas que parecían fraguarse en la penumbra. Al final, las pestañas siempre acababan por ceder, agotadas de encadenar noche tras noche de pesadillas. Entonces se sentía caer y la almohada comenzaba a palpitarle bajo la cabeza en forma de latidos suaves. Para tratar de ignorarlos, se volvía boca arriba; con la vista clavada en el techo. Después, un escalofrío repentino le surgía desde la nuca y le serpenteaba por el espinazo hasta las puntas de los dedos.

Luego era el turno del calor, sofocándole como si alguien hubiera encendido al mismísimo infierno bajo las sábanas. Incluso deshaciéndose entre sudores, no se retiraba las mantas. Engarfiaba los dedos sobre ellas, se las apretujaba y se cubría hasta la nariz. Lo peor estaba por venir; no debían verle.

Unas motas verdes luminiscentes aparecían a los pies de la cama, contoneándose a su alrededor como volutas de polvo en suspensión. Con cada sacudida crecían hasta convertirse en un mar de llamas esmeralda que inundaba la habitación. Dentro de ellas, como nacidas del fuego, tres mujeres de piel grisácea, cabellera oscura y grandes ojos almendrados, comenzaban a danzar alrededor de la cama de Jan. Con semblante serio, alzaban piernas y brazos en movimientos pausados y litúrgicos. Sincronizadas a la divina perfección, con voz melosa salmodiaban una tétrica melodía que resonaba por encima del silbido del fuego, sin cejar de clavar las pupilas sobre Jan, que incluso aterrado, quedaba hipnotizado por el espectáculo mientras el pecho le subía y bajaba entre jadeos, hostigado por la ansiedad y la falta de aire. Al acabar la ceremonia, entrecruzaban los dedos como en una plegaria, y continuaban contemplando al chico de hito en hito con el rostro cincelado en un rictus severo. Luego retrocedían con pasos gráciles hasta fundirse en el fuego y este se extinguía sin dejar rastro de la aparición. Tras abandonarle, Jan seguía en la cama, con el cuerpo paralizado y chorreando goterones. No conseguía descansar hasta que los primeros rayos de sol se colaban por la ventana.

Al día siguiente Jan volvió a quejarse a su madre. Necesitaba una noche, ni que fuera, o el miedo y la falta de sueño acabarían más pronto que tarde con su pequeño corazón. Hastiada de la misma cantinela, le replicó, más centrada en fregar la pila de platos sucios que en las historias de su hijo:

—Mira, si los monstruos vienen a verte, quizá solo quieran jugar contigo. Hazles caso, ya verás que no dan miedo.

Parecía una locura, pero tras rumiarlo, tal vez fuera un buen consejo. Así descubriría qué intenciones traían las tres muchachas. Aunque tenían un rostro sórdido, nunca le habían dañado. Lo que él señalaba como fantasmas malignos, pudieran ser no más que unas hadas juguetonas y divertidas como las de los cuentos del abuelo. Solo había un modo de averiguarlo. Por primera vez en mucho tiempo, esperó la hora de acostarse con ansia. ¿Qué le depararía hablar con los espíritus?

Disfrutó de un día pacífico. No había clases, así que salió al parque a jugar; luego disfrutó de la tarde inventando historias y batallas con sus muñecos. Pasada la cena, su madre no le había reñido en todo el día, su padre estaba sobrio y parecía más pendiente de las noticias deportivas que vomitaba la voz monocorde del presentador de la tele que de armar broncas. Aquella noche, los fantasmas, o las hadas, o quienes diantres fueran, no aparecieron. Tampoco le visitaron durante la siguiente. Incluso se subió a la cama a interpretar una pobre imitación de aquella extraña danza con tal de invocarlas. Nada sucedió. Ahora que pretendía hacer amigas, le rehuían.

Días después, hubo regañina en casa. Había hecho algo mal de nuevo, aunque no llegaba a comprender de qué se trataba. La conclusión es que lo mandaron a la cama antes de tiempo y con la estampa de una mano marcada en el carrillo. Entre las deshoras y el disgusto, le costó relajarse para dormir. Tras eternos ratos volteando bajo las sábanas y con la mirada perdida, comenzó a tener los ojos picajosos. La almohada palpitó.

Aunque no se sentía demasiado festivo, no desperdiciaría la oportunidad si decidían venir. Destellearon los fuegos fatuos, luego las llamas. Entre ellas, las tres bailarinas espectrales danzaban y cantaban su liturgia idéntica. Suspiró y frunció el ceño copándose de valor. Arrojó las mantas y se puso de pie en la cama. Las contempló, titubeante. Ajenas a él, continuaron el rito.

No tardaron en advertir que Jan las observaba. La apariencia seria de las tres se tornó en un semblante alegre mientras continuaban el baile alrededor de la cama. Al acabar, en lugar de retirarse, le ofrecieron la mano. Una a una, con su voz aterciopelada, dijeron:

—Horror.

—Odio.

—Maldad.

Jan se la cogió tembloroso. Le ayudaron a bajar de la cama sin perder la sonrisa en el rostro. Ahora estaba con ellas, entre el fuego verde. Calentaba, pero lejos de quemar, sintió las briznas como caricias. Las miraba perplejo, cuando advirtió que a pesar de que no se movía, su alrededor parecía descender. La cama se alejaba de él. Alzó el brazo en ademán de querer agarrar el cabezal, pero estaba lejos de su alcance. Quiso arrancar a correr y ocultarse de nuevo bajo las mantas; la mujer aumentó su agarre, impidiéndole escapar. Desamparado, solo pudo limitarse a ver como su cuarto, su casa, el barrio, todo se hacía más pequeño mientras él ascendía a la penumbra del cielo nocturno.

La oscuridad los envolvió; aún así, notaba la presencia de sus compañeras. Una le cogía la mano, otra le tapó la boca. La última de ellas se agachó y le susurró al oído:

—No grites. —sonrió—. Te hemos rescatado; recibirás otra oportunidad.

A la mañana siguiente, su madre fue a despertarle. Derramó un grito desgarrador al ver el cuerpo mortecino de Jan inerte en la cama.

El llanto desesperanzador que solo conocen aquellas madres que han perdido a un hijo le acompañó durante día. Por la noche, hubo de batallar contra el asco que le daba su marido, la tristeza que le abrasaba el corazón, y la incomprensión por lo ocurrido. Entre lágrimas, sollozos y sedada por los antidepresivos, se durmió. Ya en sueños, una fantasmal luz verde surgió a los pies de la cama.

Así son las hadas del dolor. Acuden a los hogares invadidos por el mal, atraídas por el sufrimiento. Pero tan solo quien ha perdido toda esperanza, posee el valor para adentrarse en el hechizo de su reino olvidado. 

Relato: Hadas del dolorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora