Parte 8: Obediencia

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Respirando rítmicamente, Hilda pidió la protección de los ángeles; siguió el ritmo frenético de Elondir, bloqueando cada estocada tomando una ligera ventaja. Luego, en un giro audaz, intentó desarmarlo con un movimiento brusco hacia el lado. Su fuerza humana se convirtió en su ventaja, y buscó con la maniobra superar la agilidad de su enemigo.

Elondir, con una sonrisa burlona, no solo mantuvo su espada en la mano, sino que también incrementó la intensidad de su asalto. Realizó un movimiento complejo, entrelazando su espada con la de Hilda, buscando inmovilizarla y llevarla al límite de su capacidad. Luego, Elondir, como si fuera el viento, se apartó y se recogió el cabello detrás de las orejas y rió; sus carcajadas se escucharon como un río cargado en invierno; oscuro, terrible e impenetrable.

—Eres un animal que debe ser domado; yo te voy a enseñar; ten paciencia.

—Eres un demonio, uno que sangra y que me esquiva, le tienes miedo a la muerte —dijo Hilda agitada; sus pulmones se llenaban de aire con dificultad, sin embargo, mantuvo la guardia apuntando hacia Elondir. Hilda podía sentir su cuerpo cubierto del cansancio de la batalla; su vestido lleno de polvo se ceñía a su piel cubierta de sudor y de sangre de la batalla; sin embargo, no retrocedió ni un centímetro. La joven recuperó el aliento y volvió a su posición de ataque.

—Debí estar ciego para confundir a Friola con este animal mugriento —dijo Elondir al tiempo que escupía a un lado. —Tu hedor apenas me permite respirar.

—¿Quién es Friola? ¿Por qué la confundes conmigo, demonio? Nunca tomarán estas islas —dijo Hilda y vio como los ojos del elfo se llenaron de fuego; luego, con un gesto decidido, cambió su espada a la mano derecha; a corta distancia, Hilda vio el intrincado diseño de hilos de plata que cubrían la túnica verde de su enemigo; su herida no paraba de sangrar; había cubierto casi todo su rostro. «Debo demorarlo más», pensó para sí Hilda. «Lo suficiente para que Aelfred se aleje, y este monstruo cansado no vaya tras él.» —Si voy a morir como dices; quiero saber tu nombre y quién eres. ¿Por qué buscas a esa mujer en nuestras islas?

—¿Morir? Tú no vas a morir hoy; quiero verte dócil y obediente, sirviéndome toda tu corta vida.

En un instante, Elondir esquivó la guardia de Hilda y ejecutó un paso rápido, posicionándose tras ella antes de que pudiera reaccionar

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En un instante, Elondir esquivó la guardia de Hilda y ejecutó un paso rápido, posicionándose tras ella antes de que pudiera reaccionar. Hilda, sintiendo el agotamiento de sus músculos, aún intentando orientarse, percibió el aroma a hierba del demonio tras ella, quien usó su brazo libre para sujetarla por el cuello, tirando de ella hacia atrás contra su pecho. Luego deslizó la hoja hasta colocarla contra su garganta. Hilda sintió la armadura ligera de malla debajo de la túnica de su oponente firme contra su cuerpo; y supo que no podría matarlo, aún si con un último forcejeo entregaba su vida.

—Por favor, señor, no la lastime. Por favor, se lo ruego; le serviremos —dijo una vocecilla aguda de entre los árboles; Elondir tensó las orejas en su dirección y luego se giró lentamente sin soltar el cuerpo de Hilda; entre los árboles descubrió a un niño que, temblando, los observaba atentamente. Luna se encabritó recuperando las fuerzas, Hilda se petrificó por n instante; al reconocer la voz de su hermano; ya no tenía razón para pelear; sus esfuerzos por protegerlo habían sido en vano. Hilda sintió como toda la frustración caía en ella como un aguacero que le quitaba las fuerzas; y su garganta se llenaba de agua hasta el estómago, podía sentir cómo se ahogaba con sus propias lágrimas por dentro; e intentando hablar en medio de su desesperación.

—Por favor; no lastime a mi hermano. Se lo suplico —dijo Hilda; y Elondir sonrió al comprender la mayor debilidad de la mujer.

—Suplica de nuevo —susurró Elondir a su oído; sostuvo el rostro de Hilda y la obligó a mirar en la dirección de su hermano; la mujer pudo ver entre lágrimas al niño que caminaba hacia ella con los ojos muy abiertos.

—No, Aelfred, huye —dijo Hilda con un último esfuerzo al tiempo que se le quebraba la voz. —Vete, ahora, por favor. —Al ver cómo su hermano no la obedecía, y la fuerza del demonio no se debilitaba con el forcejeo, soltó como último recurso la espada con un hondo suspiro. El sonido del acero contra la grava resonó señalando el final de la batalla; Aelfred rogó por su vida una vez más.

—Te diré el nombre de tu amo, soy Elondir. Repítelo —musitó suavemente en su oído.

—Le serviré, mi señor, le serviré, deje ir a mi hermano; tome mi vida en su lugar, por favor, se lo suplico, haré lo que me pida —dijo Hilda sin poder contener las lágrimas, derrotada. Elondir soltó su abrazo y se alejó de ella por la espalda apuntando el acero de su espada justo al corazón, listo a atravesarla si esfuerzo si lo quería.

—Qué esperas, muchacho, vete o cambiaré de opinión y los mataré a los dos —dijo Elondir al tiempo que Aelfred fijó sus ojos en su hermana, esta asintió. El niño, al ver que su intervención había salvado a Hilda, obedeció y corrió por la carretera hacia el final del bosque; Luna, logrando liberarse, fue tras él; Elondir no la detuvo; luego llamó al Bronco que se interpuso entre los hermanos; Hilda sintió como la hoja de la espada del demonio recorría su espalda cortando su vestido ligeramente hasta llegar a su piel y cerró los ojos esperando lo peor.

Elondir empujó a Hilda hasta ponerla de rodillas; luego recogió su daga del suelo muy lentamente sin alejar su espada de la piel de la muchacha. Hilda sabía que no tendría oportunidad; bastaba que ese demonio lo deseara para subir sobre el bronco y dar muerte a su hermano frente a ella; arrodillada y vencida esperó su voluntad; con suerte, Aelfred habría subido sobre Luna, quien lo llevaría al otro lado del camino; la yegua estaba acostumbrada a seguir la ruta hasta el castillo del rey; resignada, ofreció en una oración su vida a cambio de la seguridad para su pequeño hermano.

En medio de las divagaciones; Hilda apenas se percató del golpe que Elondir le propino para tirarla contra el piso; sintió la suela de la bota pisoteando su rostro contra la grava; no gritó, nada podía causarle más dolor del que ya sentía; se mantuvo sumisa pensando en el tiempo que con su sufrimiento podía ganar. Sintió cómo el demonio colocaba una de sus rodillas en su espalda aplastándola contra la tierra, dejándola apenas respirar; como en medio de una pesadilla, Hilda escuchó que Elondir recitaba una vez más sus encantamientos; esta vez lo hacía para ella; como si fuera un animal más al que había dominado.

Finalmente, Elondir bebió agua de una cantimplora y le arrojó los restos al rostro de Hilda; con una cuerda, ató las manos y los brazos de la mujer y el otro extremo a su montura; sin siquiera mirarla, subió de manera ágil al bronco; y se quedó un momento en silencio observando a ambos lados del camino, decidiendo que dirección tomar; finalmente, espoleó a caballo y lo dirigió de vuelta hacia la aldea; Hilda volvió a la realidad cuando sintió que la cuerda tiraba de ella y tuvo que caminar para que no la arrastrara; sus músculos agotados hicieron un gran esfuerzo para mantener el paso; el demonio iba lento por el camino entre los árboles; la capa lo cubría sobre la montura; parecía una sombra.

Hilda volvió a sentir los latidos de su corazón cuando descubrió que la ruta de Elondir la dirigía al pueblo; su hermano sobreviviría; Luna estaba con él. Ambos se habían marchado. En todo el camino, el demonio sobre la montura no dijo una palabra; no parecía apresurado en regresar. El viento soplaba a su alrededor, levantando las hojas. Al salir del bosque, los últimos rayos de sol de la tarde enceguecieron a Hilda, quien parecía salir de la más profunda oscuridad. Su corazón se aceleró, preso de una ira indescriptible, cuando al final del camino vio, en medio de las lágrimas secas, una columna de humo que se extendía hasta el cielo. Con lo último de su razón, juró venganza, antes de caer rendida sobre la carretera y ser arrastrada por el camino.

 Con lo último de su razón, juró venganza, antes de caer rendida sobre la carretera y ser arrastrada por el camino

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