Capítulo 3- Huérfanos de madre

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—A su servicio, mi señor —reverenció ella—. Y acepte mis disculpas por lo acontecido esta mañana —añadió, con la esperanza de reescribir ese patético comienzo y empezar de cero.

 Aguardó un instante, esperando a que él también se disculpara, pues él debería de asumir la responsabilidad de aquel incidente en el que sus propios perros habían atacado a una mujer inocente. 

Sin embargo, como era de esperar, no sucedió.

—Bueno, señorita Rothinger, no sé qué le habrá dicho el reverendo de Minehead. 

—No mucho. 

—Usted es la décima institutriz que pasa por aquí para cuidar a mis hijos desde que murió su madre —explicó él, como si fuera un orgullo, colocando las manos en su espalda mientras se acercaba a la puerta de salida caminando lentamente.

—¿Los niños tienen problemas de obediencia, mi señor? —se preocupó ella, mirándolo con cierto asombro, siguiéndolo con la vista a través del despacho. 

—Oh, por supuesto que no. El problema recae en las institutrices, señorita Rothinger —respondió él con seguridad—. Como puede deducir, soy un hombre de rigurosidad en todos los aspectos de mi vida. Mi profesión, mi posición y mi propia naturaleza así me lo exigen. Por consiguiente, no tolero la más mínima vacilación en los horarios, rutinas y educación de mis hijos, los cuales son mi futuro y mis representantes en un mundo lleno de personas vulgares con objetivos vulgares. Y no quiero que confunda mis palabras con arrogancia, pues en mi presencia tienen cabida todo tipo de personas desde el más bajo hasta el más alto rango. No hablo de rangos, señorita Rothinger. Hablo de normas, de moral, de rectitud. ¿Lo comprende?

—Sí, mi señor, creo que sí.

—Como habrá podido deducir, no tengo predilección por las niñeras. No deseo que nadie mime ni debilite a mis hijos. Busco a una mujer de rectitud, capaz de imponer disciplina y con conocimientos en la educación adecuada. Por ese motivo, le solicito que asuma la responsabilidad de los cuatro. Respecto a mi heredero, Oliver, puede estar tranquila, no le corresponde enseñarle matemáticas o geopolítica ni ninguna competencia masculina, pues ese cometido recae en el mejor maestro de Calcuta, el señor Herming. 

Emma se vio tentada a expresar sus pensamientos. De hecho, deseaba ardientemente compartir su opinión sobre esa forma despótica y poco humana de criar a los hijos. Estaba segura de que dejaría secuelas irremediables en esos pequeños si seguía tratándolos como instrumentos. Sin embargo, se contuvo.

 Sabía que no era el momento adecuado para hacerlo. Se limitó a asentir. 

—En esta casa se establecen tres normas —prosiguió él, abriendo la puerta, y Emma lo siguió hacia el pasillo—. En primer lugar, los horarios. Todos deben levantarse a las seis de la mañana, desayunar y dirigirse a las aulas de estudio. Estudiarán desde las siete y media hasta las once y media. Después, tendrán una breve pausa para un tentempié y continuarán estudiando hasta las cuatro de la tarde. A esa hora, se les permitirá disfrutar de una breve siesta seguida de un corto paseo por el patio trasero. La cena y la hora de dormir serán alrededor de las siete y media de la tarde y deberá asistirlos. A las ocho deben de estar todos dormidos —Emma abrió los ojos con espanto, pero él no lo vio, pues seguía andando con paso firme y seguro por delante de ella, guiándola a través de la primera planta. —La segunda, y escúcheme bien —Se giró para dirigirle una mirada de advertencia y volvió a darle la espalda—. En esta casa hay estancias en las que está prohibido entrar. 

—¿Cómo cuáles? 

—Todas aquellas que encuentre cerradas con llave. Ah, y por supuesto, nadie paseará por el patio principal. Ese lugar está reservado para las visitas, no para los miembros de esta casa ni para aquellos que la administran —añadió con firmeza.

El diario de una institutrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora