Prólogo

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Era absolutamente horrible.

A la luz fría del amanecer que se colaba por la ventana, la pintura en el lienzo que se encontraba frente a mí aun brillaba con frescura, los colores tan vivos y resplandecientes que era un festín para los ojos. Dejando el pincel en mi regazo cubierto por un delantal que había sido blanco hace tres días, cerré los ojos un momento.

Y mientras también limpiaba el sudor de mi frente con el dorso de mi mano, respiré profundo, tratando de conseguir algo de la calma que siempre me brindaba el olor de la pintura. Sin embargo, no funcionó ni un poco. Mi corazón seguía agitado dentro de mi pecho cuando abrí los ojos nuevamente y miré lo que había hecho.

Sí, mi primer pensamiento era correcto.

Era espantoso.

Y deseé que mi padre nunca me hubiera inscrito a clases de dibujo y pintura cuando tenía doce años, pues de ese modo nunca habría podido plasmar con tanto detalle sobre el lienzo las escenas tan grotescas que me venían acosando desde hace un poco más de dos años.

Un dolor fantasma se extendió por mi pierna izquierda e hice una mueca, mientras frotaba mi muslo con aire ausente en un intento de hacer que la sensación se fuera al igual que los recuerdos. El día de mi cumpleaños veintitrés no salió como esperaba. Lo que comenzó como un día normal de trabajo, y luego en una agradable fiesta sorpresa en un bonito restaurante con familiares y amigos, terminó en tragedia cuando un conductor borracho decidió que el mejor lugar para estacionar su auto era encima de mi cuerpo.

Y a raíz de ese accidente, perdí mi pierna izquierda de la rodilla para abajo. Fue desgarrador. Perder una parte de mí, eso es. Después de eso, naturalmente pasé por todas las distintas etapas del duelo: la negación, la tristeza, la ira y, finalmente, la aceptación. ¿Me hacía una mala persona sentirme feliz que el idiota haya muerto por el impacto? Probablemente, pero no me arrepentía. Él me quitó mi pierna y, al hacerlo, cambió mi vida para siempre. Así que pensaba que era justo que él hubiera pagado con la suya.

Sí, agradecía el hecho de estar viva, pero las pequeñas cosas que antes disfrutaba, como salir a correr en las mañanas, me fueron arrebatadas cruelmente y eso no me llenaba precisamente de satisfacción. Así que había días en los que no me sentía tan afortunada. Y esos días eran, especialmente, cuando soñaba. Porque no solo tuve que adaptarme a vivir con una pierna artificial y el dolor fantasma de un miembro que ya no existía, sino que me tuve que acostumbrar a soportar los sueños desastrosos que comencé a tener un mes después del accidente.

Y nada de esto tenía que ver con el trauma, como había dicho la psiquiatra a la que busqué por ayuda cuando pasé días sin dormir por culpa de las pesadillas. Haber perdido una pierna no explicaba por qué tenía estos sueños que parecían sacados del Antiguo Testamento.

Nada explicaba esto.

Miré de nuevo el cuadro, y aunque una parte de mí se maravilló con los detalles, la otra quería gritar por la desesperación, el miedo y la confusión.

El sueño de la noche anterior allí plasmado se desarrollaba en una llanura. La tierra era del color del carbón, los árboles no eran más que cáscaras quemadas que apuntaban hacia arriba como dedos esqueléticos. El cielo gris del cual llovía ceniza... y sangre. Incluso ahora que estaba despierta, aun podía oler la podredumbre en el aire, la desesperanza y la agonía.

Y sobre esa llanura muerta y ennegrecida, una mujer corría con un bebé en sus brazos. Tenía puesta una capa negra que llegaba a sus pies que no dejaba ver su figura, y una capucha levantaba sobre su cabeza que ocultaba su rostro, pero un solo mechón largo y oscuro escapaba de la capa y caía sobre el agraciado perfil de una mujer delicada. La mujer sostenía un bebé con fuerza en sus delgados brazos, solo uno de sus pequeños pies escapaba de su manta color crema, mientras huía de aterradoras bestias que querían devorarla.

SURGE LA OSCURIDAD |SERIE DARKNESS ARISES|Where stories live. Discover now