04: Diana, en plural

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Estimados pasajeros, nos encontramos llegando a la estación Southampton Central.

Supe que varias horas habían transcurrido cuando el mensaje del altavoz me despertó. Mis pensamientos permanecían brumosos; cubiertos por una cortina de niebla que no me permitía acceder a uno en concreto y reflexionarlo, porque eran demasiados... Así que lo siguiente fue un impulso que desearía haber premeditado.

Rebobiné la cinta hasta el mismo punto exacto que la vez anterior. Esta vez no luché contra la parálisis, pues entendí que hacerlo sólo la prolongaba. En su lugar, me dispuse a contar hasta el diez y para el momento en que llegué al ocho ya podía mover los dedos. Abrí los ojos. Todo seguía oscuro. Entonces percibí una claridad inminente, una vibración de ultratumba, un chirrido tan lejano como desgarrador... Me entendí tirado en los carriles del tren.

«Bunnnnzzzzz». Aún no recuperaba la facultad del movimiento, y forzarme a hacerlo solo parecía incrementar la rigidez en mis músculos, de modo que tuve que obligarme a mantener la calma al tiempo que el sudor hacía ríos a lo largo del puente de mi nariz y goteaba en el metal. «Clinck, clinck, clack». El desespero en mi pecho era centelleante. Esta vez no pude encontrar mis latidos, pues eran opacados por las vibraciones en los raíles.

«Frrrrrrmmmmm». Esa fue mi señal terminante. Iba a morir.

Como si aquello por sí solo fuera a salvarme, rodé en dirección opuesta al tren. Las rodillas me fallaron al momento de ponerme de pie, de modo que tuve que ejercer la mayor fuerza con ambos brazos para arrastrarme fuera de las vías.

El tren pasó dos segundos después de que mis pies entraron a la zona segura. Me dejé caer en el suelo, hiperventilado, jurando estar al borde de un ataque cardiaco, y respiré. Fue todo lo que hice por prolongados minutos: respirar, regularme en lo que podía. Fijé la vista en un letrero involuntariamente, y luego decidí leer la parte superior. Me giré en el suelo y me apoyé de ambos hombros, solo para confirmar los números: «26 de julio, 1981».

Tres días para la boda real.

Me puse de pie cuestionando la funcionalidad de mis rodillas, y traté de recordar qué pretendía hacer allí y entonces. Pregunté la hora a una mujer que salía del tren.

—Siete en punto. Permiso...

Por algún motivo remoto no confié en la precisión del dato; sin embargo, acertado o no, éste dibujó un nombre en mi mente que en cuestión de minutos se personoficó de entre las puertas del tren y se resbaló por mi laringe hasta mi lengua como un instinto natural:

Quentin...

Ajusté los auriculares en mi cuello y me dispuse a seguirlo. Southampton Central estaba en Hampshire, al sur de Inglaterra, y siempre estaba hasta el tope de gente esperando a entrar a trenes de los cuales parecían entrar diez personas por cada una que salía, de modo que no me fue complicado utilizar a las personas frente a mí como escudo, cuidándome de que el objetivo no se percatara de mi presencia, y replicar sus pasos a través de la estación hasta la salida.

Lo esperé mientras compraba una bolsa de baguettes en la panadería local, y luego subí al mismo autobús que él, el cual bien sabía que nos dejaría en Blechynden Terrace. Pelican Hill era el nombre de su casa, hacia el norte del vecindario. Había lirios creciendo en su patio y macetas de helechos pendiendo del techo del porche. Esperé a que entrara, agachado tras los botes de basura. Entonces entendí que no tenía un plan para acercarme al objetivo.

—¿Busca a alguien?

Una adolescente me hizo pegar un respingo al posar su mano en mi hombro. Tenía puesto un casco de bicicleta rojo rosáceo que hacía juego con las coderas y rodilleras; y llevaba una extensa cabellera negra recogida en una trenza lateral. No podía tener más de dieciséis años, y su rostro se me hizo escalofriantemente familiar; sin embargo, antes de siquiera tener oportunidad de responder su pregunta, la niña exclamó mi nombre y se me abalanzó encima en un bochornoso abrazo.

Flores bajo el sofá #PGP2024Where stories live. Discover now