Me mordí el labio y suspiré, las horas muertas eran lo peor, sobre todo cuando tenía unas ganas de perderme por las calles de Nueva York, pero el frío lo impedía. Cerré el portátil y apoyé la cabeza en el cabecero y durante unos segundos cerré los ojos mientras acariciaba el colgando con la cruz cristiana que llevaba siempre conmigo. Algo no andaba bien en mi vida, pero no supe ver el qué y eso me frustró porque sentía que le estaba fallando a todo el mundo. No quería pertenecer a esa vida, no estaba hecha para mí y sentí que conforme fui creciendo, me fueron imponiendo unos valores que para nada iban conmigo. A mí no me gustaba ir a misa los domingos, como tampoco creía más allá de lo que yo veía y no podía decírselo a mis padres por miedo al rechazo. Siempre fui la buena, la que no hacía nada malo y el ejemplo a seguir de la familia. Mis padres me tenían en un pedestal y aunque en ciertas ocasiones me rebelé un poco, nada se pudo comparar a lo que sentía yo por dentro y a lo que realmente yo pensaba y era. Fue como vivir en una cárcel donde la libertad de expresión no estaba vigente y todos teníamos que seguir los mismos patrones tradicionales. No me encontraba y cuando lo hice, sentí que estaba fallándole a todo el mundo.

- ¡Violeta! -la voz de mi madre al otro lado del pasillo me obligó a levantarme de la cama.

- Se ha ido -dije al abrir la puerta -. No sé a dónde, pero se ha ido.

- Vale, gracias. ¿Vas a salir? -asentí con la cabeza -. ¿Te apetece que salgamos juntas? Tu padre está insoportable y a Dalia le ha dado un ataque de papitis terrible. Necesito irme con mi chica favorita de compras -sonreí mientras me acomodaba el pelo a su gusto.

- ¿Me das cinco minutos? -a mi madre se le iluminó la cara en cuanto me oyó decir aquello. Pasábamos mucho tiempo juntas, éramos iguales tanto física, como personalmente y eso creo que fue clave para que tuviéramos aquella relación tan bonita. Para mí mi madre lo era todo, se convirtió en mi mejor amiga y era la única persona que sabía casi todo de mi vida, obviando los mundos turbios en los que me metía por querer desconectar de mi realidad.

- Madre mía, Laís -se quejó llevándose las manos a la cabeza -. Cómo tenéis la habitación.

- Todo lo que hay en el suelo es de Violeta -me excusé, aunque fue verdad. Mi hermana era un puto desastre y aunque yo ya estaba más que acostumbrada, a mí madre parecía que le seguía horrorizando todo -. A mí no me metas.

- Si lo sé, cariño -echó un vistazo por la habitación y tras hacer una mueca de desaprobación se metió en el baño.

En lo que tardaba en salir, preparé el bolso y me miré al espejo comprobando mi aspecto. Raro me pareció que mi madre no me recordara que tenía que teñirme las raíces que ya las tenía bastante crecidas. Lo que me costó convencerla para que me dejara teñirme y por suerte le gustó el resultado. Aunque siendo sincera, si no le gustaba tampoco me iba a quitar el sueño. Mientras a mí me gustara, lo demás me daba igual.

Tocaron a la puerta y fruncí el ceño, dejé el bolso sobre el escritorio y caminé hasta la puerta. Al abrirla encontré una pequeña caja en el suelo, me asomé al pasillo para ver quien la había dejado, pero no vi a nadie. Me agaché y la cogí. Cerré la puerta tragando saliva y me senté en la cama.

- Mamá, ¿te queda mucho? -me interesé para abrirla en el momento o esperar a estar sola.

- Estoy maquillándome, cinco minutos amor -elevó la voz para que pudiera escucharla.

No contesté, miré la caja negra y vi que tenía dibujado un corazón rojo roto, lo toqué debido a que tenía relieve. La abrí y me sorprendió ver unos aritos de Swarovski. Junto a ellos había una nota "Terraza de Sainte-Adresse de Monet". Al darle la vuelta al papel me di cuenta de que había algo más escrito "26/12 12:35" Cerré la caja y la guardé en la maleta, le puse la clave y agarré el móvil para disimular. Volví a salir al pasillo, en busca de algo, o más bien, en busca de alguien que pudiera darme una explicación lógica de porqué esa caja, porque unos pendientes y porque ese cuadro de Monet. Desde el primer momento supe que me estaban citando en el Museo Metropolitano de Nueva York un día y una hora en específico. Por un momento pensé en decírselo a mi padre para que estuviera alerta, pero por otro lado quise pensar que igual era cosa suya y no quise alertar sin saber quien estaba detrás de todo esto.

- ¿Qué haces ahí? -preguntó mi madre extrañada.

- Me ha parecido escuchar que llamaban a la puerta, pero se ve que han sido imaginaciones mías -sonreí -. ¿Nos vamos?

- Sí, coge el bolso -con la mirada lo señaló.

Asentí con la cabeza y me lo colgué en el hombro. Cerré la puerta al salir y seguí a mi madre por aquel inmenso pasillo. Los tacones repiqueteaban con fuerza, haciéndonos notar en medio de aquel silencio sepulcral. De la nada, como si no tuviera nada que pensar, me vino aquel rubio que conocí el día anterior y que me pareció un tanto inquietante, me di cuenta de que me siguió, no le di importante porque minutos más tarde hice lo mismo hasta acabar en Central Park los dos. Hubo algo en él que me llamó la atención, no sé si fue esa sonrisa tan bonita, el misterio que parecía envolverle o esas miradas que me echó desde la otra punta de la pista de hielo. La forma en la que sus labios rozaban el cigarro y el humo escapaba de su boca mezclándose entre el frío de Nueva York. Era guapo, muy guapo, quizás fue eso lo que hizo que de repente, dejara de caminar dentro de aquel Starbucks y caminara tras él, sentí que algo me estaba vinculando a una persona que desconocía y que por alguna extraña razón, había decidido seguirme. Me percaté de que tenía los nudillos reventados, me di cuenta de que algo no iba bien y aun así quise acercarme y descubrir un poco más de él, si es que era posible.

- ¡Laís! -el gritó que pegó mi madre desde el ascensor me asustó.

- Joder, que susto -me quejé llevándome la mano al pecho con dramatismo -. Perdón, había disociado.

Me metí en el ascensor y suspiré. Mi madre solo hacía que mirar el móvil y sentí que la ilusión que teníamos las dos por recorrer las calles de Nueva York juntas se esfumaron en cuanto comenzó a recibir un montón de mensajes. No me metí, ni pregunté, sabía que era mi padre y que aquella quedada madre e hija se tendría que postergar para otro momento. Salimos del ascensor y se disculpó descolgando la llamada.

- No, Alonso, no.... Estoy con Lais, le he prometido tarde de chicas... -se quejó mi madre alterada -. ¿Cuánta fiebre tiene?... Joder, vale... Ahora subo -colgó con frustración -. Cielo, Dalia tiene cuarenta de fiebre -abrí los ojos asustada -. Vamos a ver si podemos llevarla al hospital o que -se llevó las manos a la cabeza agobiada.

- Voy con vosotros...

- No -me cortó -, ¿a dónde vamos todos? Quédate aquí, no te vayas muy lejos, ¿vale?

- Está bien -sonreí -. Por fa, informadme con todo lo que suceda.

- Descuida -me agarró la cara y me dio un beso en la frente. La observé durante unos segundos caminar de nuevo hasta el ascensor.

Entrecerré los ojos y tras ponerme los guantes, salí a la calle. Hacía muchísimo menos frío que el día anterior. Las calles de Nueva York seguían alborotadas, llenas de gente y con un espíritu navideño tan entrañable. Siempre fue mi sueño visitar la ciudad en Navidad, me encantaba aquella época del año y aunque era un tópico, para mí significaba mucho estar allí. Suerte que mis padres organizaron un viaje de diez días y aunque muchos de los planes los hacía sola, pude disfrutar de la ciudad como quería. Antes de salir me organizaba un poco para no salir a la aventura, era una persona a la que le gustaba tenerlo todo controlado, no me gustaba improvisar, por lo que todo lo tenía perfectamente planificado. Decidí ir a uno de los mercadillos navideños y con suerte poder comprarles algún detalle a mis padres y a mis hermanos. Holiday Market de Union Square fue el destino que tuve aquella tarde - noche. Caminé hacia la boca de metro más cercana mientras escuchaba a Belén Aguilera de fondo. Metí las manos en los bolsillos del abrigo y deseé que algún día pudiera vivir, de forma temporal, en aquella ciudad. Tenía tantas ganas de irme de España y no por nada en específico, desde que me mudé de Menorca a Madrid sentía la necesidad de ir viviendo en diferentes lugares sin la necesidad de asentarme en uno fijo.

Bajé las escaleras del metro y estaba tan metida en mi mundo que no me di cuenta de lo que estaba pasando a mi alrededor. Sentí unas manos agarrar mi cuerpo, me taparon la boca para que no pudiera hablar o gritar. Tragué saliva mientras sentía como el miedo iba invadiendo mi cuerpo.

- No digas nada, camina.

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Utopía ▪︎ FERMÍN LÓPEZ Where stories live. Discover now