XENIA

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XENIA


Los escritores romanos supieron, por su experiencia como lectores, que los textos eran mecanismos imperfectos. Conocían muy bien las razones que justificaban la desconfianza de Sócrates acerca de la escritura: una vez que las palabras escritas abandonan la casa del autor no tienen quien las defienda, quedan huérfanas, expuestas a burlas y a ultrajes [1]. Por supuesto que esa advertencia provenía de un intérprete excepcional, de alguien que podía desarticular cualquier discurso con agudas preguntas. No todos los lectores antiguos tuvieron esa destreza, pero el desembarco de la tecnología inquisitiva en Roma fue algo inevitable. Estudiosos de la cultura griega, los poetas latinos fueron los primeros en comprender la situación. La equivalencia entre colecciones poéticas y monumentos eternos para la fama no podía ser otra cosa que una expresión de deseo. Siempre existía el riesgo de que los libros cayeran en manos de lectores impertinentes, es decir, todos aquellos lectores que por diversos motivos conducían las palabras escritas fuera de las expectativas del autor. De manera que los poetas debieron analizar toda clase de recursos para la protección de los textos y la preservación de los renombres. Consideraron estrategias que iban desde la excelencia en los procedimientos técnicos y el control de la arquitectura editorial hasta el enunciado de amenazas. Las tensiones naturales entre el autor y el lector podían transformarse con demasiada rapidez en hostilidad, y la conclusión, aparentemente más lógica, fue que los lectores debían ser tratados como adversarios [2].

El escritor medieval Don Juan Manuel ejemplifica un caso excéntrico sobre las precauciones que puede tomar un autor para salvaguardar sus textos. Con la intención de anular cualquier posibilidad de que su obra fuera corrompida, Don Juan Manuel hizo construir un monasterio que se convertiría luego en un sitio estratégico para defender sus libros de lecturas inapropiadas. Dejó toda su obra al custodio de frailes (los frailes predicadores de Peñafiel) para que nadie pudiera cambiar ni una letra de los originales, y ordenó que en ese mismo lugar fueran sepultados sus huesos. Esperaba conservar sus manuscritos perfectamente controlados para poder preservar su fama de la misma forma. La obsesión de Don Juan Manuel por el cuidado de sus textos refleja su pericia discursiva. Fue el autor medieval que explicó, con una conocida metáfora farmacéutica, que la manera más eficaz de administrar consejos amargos era recubriéndolos con agradables ficciones. No era una fórmula infalible, pero había probado su eficacia desde el legendario caballo de madera que los troyanos aceptaron como ofrenda (una antiquísima lección sobre cómo hacer cosas con palabras). Desde aquella guerra mítica hasta la disolución del imperio romano, el arte de los discursos se refinó de formas inimaginables. Sin embargo, durante todos esos siglos de sofisticación de la cultura, se ha preservado una sencilla virtud rural: las atenciones que se brindan a quienes llegan de visita, sean parientes o extranjeros.

Tal como se lee en el título del libro 13 de Marcial, la palabra griega xenia se refiere a la hospitalidad, a los alimentos y cuidados que se deben dispensar a los visitantes. Se utiliza frecuentemente en invitaciones a comer o referida al obsequio amistoso de viáticos [3]. Tenemos un registro de esa costumbre arcaica en el canto 11 de la Ilíada (769-781) [4]. Néstor y Odiseo viajaron a Ftía a buscar a Aquiles para llevarlo a Troya. Llegaron hasta la puerta de la casa paterna de Aquiles y esperaron respetuosamente que alguien saliera a recibirlos. Padre e hijo estaban ocupados asando una gorda pata de buey y rociando la carne con vino para que el humo espeso llegara hasta los dioses. Cuando Aquiles vio a Néstor y a Odiseo en la entrada de la casa, se levantó de un salto, los hizo pasar y les brindó los obsequios debidos a quienes llegan de visita (xenia). Solo después de beber y de comer se escucharon los obligados discursos sobre Agamenón, sobre el honor y sobre la injuria de los Teucros.

La hospitalidad fue una costumbre arraigada entre los habitantes de la primitiva Italia. Una vez liberados de los robos de ganado, lo primero que hicieron los jefes de las tribus itálicas fue invitar a Hércules a cenar. La invitación no iba dirigida al héroe griego por su linaje extraordinario, desconocido todavía en el Lacio, sino que expresaba la gratitud de los nativos al extranjero que les había devuelto un lote de vacas robadas y que había ajusticiado al ladrón [5]. Tiempo después, los navegantes troyanos que desembarcaron en el Tíber fueron recibidos con espléndida generosidad. Según cuenta Virgilio en la Eneida, el rey Latino dedicó estas palabras a los teucros (7.202-204):

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⏰ Última actualización: Mar 24 ⏰

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