–Ya, pero podrías mantener un perfil bajo. No sé, ir a lugares menos... elegantes, usar lentes, sombreros... tendrías más privacidad.

–¿Para qué? igual van a seguir hablando. Mejor hay que darles motivos. Toda la privacidad que quiero la tengo en casa.

–Estás acostumbrado –murmuro.

–Más bien, me gusta que la gente hable de mí. Para que midas cuán importante soy.

–Ya cánsate.

–¿De decir la verdad? Nunca –me echo a reír–. Tú deberías empezar a acostumbrarte también.

Oh. Oh.
Mi corazón se salta un latido al creer encontrar en esas palabras la confirmación de que él siente lo mismo. Está igual de enamorado y quiere un futuro conmigo. Sabe que tengo que acostumbrarme a esto porque lo voy a acompañar a sus partidos, vamos a salir a comer, vamos a pasear por la ciudad y...

Sonrío, sintiéndome la mujer más feliz y afortunada del mundo. En ese momento llego a creer que me enamoro más si es posible y lo quiero todo con él.

Estiro una de las manos y atrapo la suya, embargada por un centenar de ilusiones que se agolpan en mi pecho, tejiendo lo que bien podría ser el sueño de mi vida.

–Traje algo para ti –le sonrío, rebuscando con la mano libre algo en mi bolso.

–¿Unas pastillas para la bipolaridad?

–¡no! algo que te encanta.

–Me gusta tu sonrisa, tu boca.

Mis mejillas se tiñen de rojo sin previo aviso. No sé si responderle o reír, pero algo parece haber desconectado a mi mente del resto de mi cuerpo. Creo que pasan minutos hasta que por fin reacciono un poco para sacar el paquetito blanco de mi bolso. Se lo extiendo y cuando me preparo para ver una sonrisa genuina en su rostro, tensa la mandíbula.

Me suelta la mano de golpe antes de conectar sus ojos, cargados de tensión, con los míos, confundidos por el cambio repentino. Hasta entonces había mantenido una expresión neutra y relajada, con la mirada inyectada de ese brillo que me incitaba a descubrir lo que ocultaba.

–Están frescas –busco minimizar el desconcierto sin éxito, no las recibe–. ¿Qué pasa?

–¿Las hiciste tú?

–No –me río–. Las hizo Bárbara.

Deja de verme a los ojos y aprieta los labios, sin ocultar el gesto de molestia que me eriza la piel.

–Bárbara. ¿Es tu amiga, tu empleada?

–Cómo –frunzo los labios–. Bárbara, tu abuela.

Me mira, así como miró al guardia en la pista del aeropuerto, como miró a su entrenador e incluso me atrevo a decir que lo hace como mira a toda la gente que cree inferior. Con enfado.

–A ver, linda –empieza empuñando una de sus manos–. No quieras venir a sorprenderme.

–¿Perdona?

–La receta la puedes conseguir en internet, desde luego. Las cosas no van a cambiar si sales con que conoces a Bárbara...

¿Qué cosas se supone que tendrían que cambiar si la conozco?

–Esa es la coincidencia de la que te hablé. Toqué la Polonesa Heroica en aniversario de la fundación de tu madre. De hecho, me enteré ese mismo día, cuando ella habló de ti.

–Así que fuiste tú –la soberbia de nuestro primer encuentro sale a relucir–. Que conveniente.

–¿Qué estás insinuando? –algo se siente pesado así que intento disimular.

Decirte AdiósWhere stories live. Discover now