Prólogo -hace 250 años.

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Ondas de sonido corrían por el aire de la plaza. No creaban viento, mas cualquiera podría haberlo percibido e incluso fijándose con paciencia, se habría visto el pelo de cualquier Etheraliano moverse a su son. Pero era el pelo lo único que esa música parecía poder mover aquel día, pues sus pobres corazones se habían apagado a falta de conexión con la cabeza. ¿Qué sabría el corazón —tan aislado allá en el pecho— de sentir, si la información que recibía por los ojos no eran más que patrones con etiquetas vacías en significado? Nadie sentiría si no había nada que sentir, nadie viviría, tampoco, si no había nada que sentir. Entonces los músicos, que no eran más que cualquier persona con un instrumento, e incluso Etheralianos que sentados en el suelo de la plaza golpeaban el suelo creando ritmos que se unían a la gran canción, tocaban con más fuerza. Para acallar lo que no debían sentir.

Sentían demasiado, o demasiado poco, o sentían lo incorrecto, y quien podía tocar o escuchar necesitaba tocar o escuchar, necesitaban de todas las artes que se estaban llevando a cabo en el momento: Poesía, charlas, abrazos, pintura, la escucha, escultura, observación, el estudio del entorno. Algunos, dolor.

Ninguna lágrima creaba ningún charco, pues las lágrimas crean mares cuando hay océanos contenidos y sus presas se han roto. No podían permitir inundaciones. Sentirían demasiado; acabarían sintiendo nada. En lugar de romper la presa que separa el océano de sus mejillas, romperían lo que contiene el océano y no mirarían las grietas.

Junto al aire y la música, voluntarios recorrían los estrechos espacios entre las personas, dispuestos a contar historias, cantar canciones, enseñar sus artes. Distracciones, mejores opciones donde focalizar la atención, en lugar de... Un estruendo retumbó en la plaza. Otra pieza de la estatua cayó bruscamente al asfalto.

Una chica, que de lejos observaba con ojos secos, se sobresaltó. Su respiración zarandeó antes de dar una gran bocanada de aire y obligarse a relajarse. Sus oídos abiertos a la música, los pies bien puestos en el suelo. No llevaba zapatos, el frío aire se estampaba contra la piel desnuda de sus brazos, de gallina. Y le costó mantener más tiempo la vista en el Ethereal dorado, que se caía en pedazos en el centro de la plaza.

—¿Cuántas piezas quedan? —preguntó.

—Pocas —contestó un chico a su lado, variando la vista entre ella y la gran estatua—. Los hilos no se rompen cuando cae una pieza.

La chica apartó la vista de la estatua, con el corazón latiendo irregularmente. Tanto, que hacía temblar su cuerpo. Sus músculos tensos, manteniendo la concentración, evitando sentir demasiado, sentir demasiado poco, o sentir lo incorrecto. Con los labios fruncidos dirigió la mirada a los ojos de Eldris. No la apartó.

—La pieza cae cuando los hilos se rompen —concretó. Eldris asintió. Ninguna estatua de oro se desmorona con mucha rapidez, si la estatua de oro no está siendo rota por algo externo—. ¿Cómo voy a hacerlo? —preguntó, con voz aguda. ¿Cómo iba a atreverse?

—Querida, no puedes ralentizarlo más. La gente se pregunta por qué el único hilo que hay que cortar, sigue en pie. No debes dejar que tu empatía te obligue a tomar una mala decisión. Debes decidir entre dos tipos de muertes, y por desgracia, la decisión ya ha sido tomada.

—Siempre hay otra solución. —Cerró los ojos con fuerza.

Eldris le apretó amistosamente el hombro. El sonido de fondo, que había empezado a ser caótico con la unión de otras personas que habían decidido conectar tocando, no tan solo escuchando, aumentaba. La melodía cambiaba con cada pequeña canción agregada, pero nunca se rompía. Cada quién había determinado una forma de conexión, atemorizados.

Sonaba una gran canción, que movía las hojas de los árboles y el alma de las personas. Una canción que desentonaba con la situación. Se estaba tocando en el Fin una melodía sobre comienzos. "No hay fin por el que tocar" —era lo que se estaba diciendo a los Etheralianos. Todos sabían que era mentira; la verdad era mortífera.

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