¿Quería que se acercara? ¿Que soñara muy fuerte?

Pero no, Kristeva y ella eran enemigas juradas.

Aunque tal vez...

—¿Por qué?

Era un «¿por qué haces lo que haces?», «¿por qué sigues volviendo?», «¿por qué no me has delatado?», «¿por qué no me has tendido una trampa aún?», «¿por qué me muero por abrazarte?», «¿por qué corro hacia ti?» «¿por qué te echo tanto de menos?».

«¿Por qué...?».

Dolía un montón.

Dolía como una patada en el estómago.

Dolía como si alguien estuviera agarrándola por la garganta.

—Porque soy la mala. Es lo que se espera de mí —respondió Kristeva encogiéndose levemente de hombros. Estaba resignada. Era ella la que parecía minúscula.

No estaba bien.

Pero era la verdad.

—¿Sabes por qué vengo siempre aquí? —Kristeva no respondió, tampoco esperaba que lo hiciera. Irene se acercó hasta la lápida de la señora Gertrudis y pasó la mano por la piedra fría, notando las protuberancias por el paso del tiempo—. Porque nadie espera nada de mí, puedo ser yo misma y hablar hasta por los codos. Porque nadie me juzga.

«Porque no soy nadie aquí».

Pero eso no lo dijo en voz alta.

—Existen los diarios —murmuró Kristeva, sin burla. Sin nada.

—No es lo mismo. —Repasó con la yema de los dedos la fecha de defunción de la señora Gertrudis (19 de junio de 1913), se aferró a su epitafio para darse fuerzas («vivió igual que amó, con intensidad») y cerró los ojos, estaba a punto de hacer una estupidez, una del tamaño de una montaña—. Ella me escucha de verdad.

Kristeva no dijo nada, permaneció en silencio.

Esa tarde habían pasado muchísimas cosas, ninguna buena. Todo era diferente, pero no tenía que ser así allí. Nada tendría que cambiar en ese cementerio. Era su refugio, podría ser también el de Kristeva si las dos querían. Y ella quería. Muchísimo. Podían fingir allí, pretender que el mundo ahí afuera no existía. Que eran intocables. Que no estaban al borde de una guerra.

Que la fantasía era la realidad y la realidad solo una pesadilla.

Era lo que Irene deseaba más en ese instante y eso la desconcertaba.

¿Cómo había ocurrido...? ¿Qué había pasado para que todo cambiara tan rápido?

—¿Tregua? —dijo por fin.

—¿Qué? —se sorprendió Kristeva.

—Aquí no somos lo que el mundo espera de nosotras —dijo bajito, temiendo por un segundo estar cometiendo un error garrafal. Quizás así era. Pero los espíritus no se inmutaron, no aullaron con vientos y tormentas, tenía que ser una señal. «Vivir con intensidad»—. Solo nosotras dos.

—¿Y esas quiénes son?

Kristeva se recogió la falda y se sentó a su lado, rodilla con rodilla.

—Irene y Kristeva. —La miró, con una sonrisa tironeando de sus labios—. ¿Te parece poco?

Era suficiente.

Por lo menos para ella.

Kristeva se mordió el labio inferior, dejó que el pelo le cayera sobre el rostro, intentando ocultar el rubor de sus mejillas. No funcionó. Ella no se lo permitió, recogió un mechón de pelo y lo colocó detrás de la oreja. Era preciosa. Era su dolor de cabeza personal. Era lluvia en verano. Era chocolate caliente en invierno. Era todo menos su archienemiga.

Kristeva le sonrió y ella correspondió su sonrisa con la misma facilidad.

No obstante, no pudo ocultar el dolor que cruzó por su mirada. Podían fingir ser ellas mismas en el cementerio, dos chicas muy diferentes y parecidas al mismo tiempo; pero fuera de él, sin la protección de los espíritus, sin la señora Gertrudis para escucharlas, pertenecían a aquelarres enfrentados desde hacía siglos.

A bandos enemigos.

A una guerra que las condenaría para siempre.

Kristeva suspiró y se puso en pie.

—Estás herida, no puedo meterme contigo si te estás desangrando.

Irene casi se carcajeó. Era Kristeva de nuevo; la impertinente, la que disfrutaba molestando y la que necesitaba toda la atención del mundo.

Se llevó una mano a la frente, sin saber muy bien a qué herida se refería y cruzando los dedos para no haber ido por la calle desangrándose.

Era torpe, pero ¿tanto?

—Es solo un corte.

Era cierto, ni siquiera podía llamarse brecha.

Kristeva puso los ojos en blanco. O lo intentó.

—Anda, levántate, me pones nerviosa.

—Como desees... —se burló Irene, porque podía permitírselo, porque estaban otra vez en la misma línea, porque lo que había ahí fuera no importaba todavía. Kristeva ladeó el rostro y estrechó los ojos—. ¿Y qué se supone que vas a...?

Kristeva chasqueó los dedos e Irene sintió un cosquilleo en la frente.

—Y ahora viene mi parte favorita —ronroneó entre emocionada y divertida. Irene abrió la boca para preguntarle de qué estaba hablando, pero Kristeva la silenció al poner sus labios sobre su frente, donde hacía unos segundos había estado la herida. El beso no duró ni un segundo—. Ya está. Sin cicatriz.

Pero aun así desarmó a Irene.

—¿Por qué?

El beso no era necesario, no tenía propiedades curativas.

—Porque sí.

Estaban muy cerca, demasiado.

Dio un paso al frente, acortando aún más la distancia que las separaba.

No quería cerrar los ojos, ni mostrarse indefensa de ninguna manera. No quería que supiera el efecto que tenía en ella. Era devastador. Olía a flores salvajes, a tierra mojada y a libertad. No tenía sentido, pero, al mismo tiempo, tenía todo el sentido del mundo.

Era extraordinario.

Lo peor, Kristeva sabía muy bien qué hacía.

—Los besos son importantes para mí, ¿recuerdas? —susurró Irene. Kristeva asintió despacio, con el fantasma de una sonrisa en sus labios—. Tú eres importante para mí.

Era cierto, no entendía cómo había sucedido.

—No quise hacerte daño hoy —le confesó Kristeva.

—Lo sé.

No, no lo sabía.

Pero en ese instante lo tuvo claro, solo con perderse en la intensidad de su mirada, en la curva de su sonrisa y en la calidez de sus labios.

Lo entendió y lo aceptó.

Se estaba enamorando de ella y no le importaba.

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A la villana de la que me enamoréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora